jueves, 22 de julio de 2010

LA DAMA DE SHALOTT de Lord Alfred Tennyson

LA DAMA DE SHALOTT
I
En las orillas del río, durmiendo,
grandes campos de cebada y centeno
visten colinas y encuentran al cielo;
a través del campo, marcha el sendero
hacia las mil torres de Camelot;
y arriba, y abajo, la gente viene,
mirando a donde los lirios florecen,
en la isla que río abajo aparece:
es la isla de Shalott.
Tiembla el álamo, palidece el sauce,
grises brisas estremecen los aires
y la ola, que por siempre llena el cauce,
por el río y desde la isla distante
fluye que fluye, hasta Camelot.
Cuatro muros grises: sus grises torres
dominan un espacio entre las flores,
y en el silencio de la isla se esconde
la dama de Shalott.
Tras un velo de sauces, por la orilla,
a las pesadas barcas las deslizan
unos lentos caballos; y furtiva,
una vela de seda traza huidiza,
surcos de espuma, hacia Camelot.
Pero ¿Quién la vio nunca saludando?
¿O en la ventana de su estudio estando?
¿O acaso es conocida en el condado
la dama de Shalott?
Sólo los segadores muy temprano,
cuando siegan ya maduros los granos,
escuchan ecos de un alegre canto
que desde el río llega, alto y claro
hasta las mil torres de Camelot:
Bajo la luna el segador trabaja,
apilando haces en las eras altas.
Escucha y murmura: “es ella, el hada,
la dama de Shalott”.
II
Ella teje una tela día y noche,
tela mágica de hermosos colores.
Ha oído murmurar un rumor, sobre
una maldición: ay como se asome
y mire lejos, hacia Camelot.
No sabe que maldición pueda ser,
ella teje y no deja de tejer,
y otra cosa no hay que pueda temer,
la dama de Shalott.
Moviéndose sobre un espejo claro
que cuelga frente a ella todo el año,
sombras del mundo aparecen. Cercano
ve ella el camino que serpenteando
conduce a las torres de Camelot;
Allí el remolino del río gira,
y descortés el aldeano grita,
y de las mozas las capas rojizas
se alejan de Shalott.
A veces un tropel de alegres damas,
un abate, al que portan con calma,
o es un pastor de cabeza rizada,
o de largo pelo y carmesí capa,
un paje se dirige a Camelot;
y a veces cruzan el azul espejo
caballeros de dos en dos viniendo:
no tiene un buen y leal caballero
la dama de Shalott.
Pero en su tela disfruta y recoge
del espejo las mágicas visiones,
y a menudo en las silenciosas noches
un funeral con plumas y faroles
y música, iba hacia Camelot:
O venían, la luna en su camino,
amantes casados de ahora mismo;
“Estoy enferma de tanta sombra”, dijo
la dama de Shalott.
III
A tiro de arco del alero de ella,
él cabalgaba entre la mies de la era;
deslumbraba el sol entre hojas nuevas,
y ardía sobre las broncíneas grebas
del valiente y audaz Sir Lancelot.
Un cruzado al que arrodillado puso
con la dama por siempre en el escudo,
brillaba en el campo amarillo, junto
la lejana Shalott.
Brillaba libre enjoyada la brida:
una rama de estrellas imprevistas
colgadas de una Galaxia amarilla.
Sonaban alegres las campanillas
mientras cabalgaba hacia Camelot:
y en bandolera, plata entre blasones,
colgaba un potente clarín. Al trote,
su armadura tintineaba, sobre
la lejana Shalott.
Bajo el azul despejado del cielo
refulgía la silla de oro y cuero,
ardía el yelmo y la pluma del yelmo,
juntas como una sola llama al viento,
mientras cabalgaba hacia Camelot:
Así en la noche púrpura se viera,
bajo cúmulos sembrados de estrellas,
un cometa, cola de luz, que llega,
a la quieta Shalott.
Su frente alta y clara, al sol brillaba;
sobre los pulidos cascos trotaba;
por debajo de su yelmo flotaban
los bucles negros, mientras cabalgaba,
cabalgaba directo a Camelot.
Desde la orilla, y desde el río,
brilló en el espejo de cristal,
“tralarí lará” cantando en el río
iba Sir Lancelot.
Dejó la tela, y dejó el telar,
tres pasos en su cuarto ella fue a dar,
ella vio el lirio de agua reventar,
el yelmo y la pluma ella fue a mirar,
y posó su mirada en Camelot.
Voló la tela, y se quedó aparte;
se rompió el espejo de parte a parte;
“la maldición vino a mi”, gritó suave
la dama de Shalott.
IV
En la tormenta que de este soplaba,
los bosques de oro pálido menguaban,
y el río ancho en su orilla los lloraba.
Un cielo negro y bajo diluviaba
encima las torres de Camelot.
Ella bajó hasta el río, y encontróse
bajo un sauce, una barca aún a flote,
y escribió, justo en la proa del bote,
“La Dama de Shalott”.
Del río a través del pequeño espacio
como un audaz adivino extasiado
y en trance, viendo ante sí su trágico
destino, y con el semblante impávido,
ella miró lejos, a Camelot.
Y cuando el día por fin se acababa,
ella se tendió, y soltando amarras,
dejó que la corriente la arrastrara,
la dama de Shalott.
Tendida, vestida de un blanco nieve
desbordando por los lados del bote
las hojas cayendo sobre ella, leves,
a través del sonido de la noche,
ella flotaba hacia Camelot.
Y mientras la afilada proa hería
los campos y las esbeltas colinas,
se oyó un cantar, su última melodía,
la dama de Shalott.
Se oyó un cantar, un cantar triste y santo
cantado con fuerza y luego muy bajo,
hasta helarse su sangre muy despacio,
por completo sus ojos se cerraron
fijos en las torres de Camelot.
Porque hasta allí llegó con la marea,
de las primeras casas a la puerta,
y cantando su canción quedó muerta,
la dama de Shalott.
Debajo la torre y la balconada
entre las galerías y las tapias
hermosa y resplandeciente flotaba,
pálida de muerte, entre las casas,
entrando silenciosa en Camelot.
Al embarcadero juntos salieron:
dama y señor, burgués y caballero,
su nombre junto a la proa leyeron,
la dama de Shalott.
¿Qué tenemos aquí? ¿Y qué es todo esto?
Y en el palacio de luces y juegos
el jolgorio real tornó silencio;
Se santiguaron todos con miedo,
los caballeros, allí en Camelot:
Pero Lancelot, meditando un poco,
fue y dijo, “Ella tiene el rostro hermoso,
por gracia de Dios misericordioso,
la dama de Shalott.”
Versión de Pedro Calafat

sábado, 10 de julio de 2010

LA SUBASTA de Ruslán Sagabalián

—Perdóname, Chu —dijo Pap a la mona que estaba sentada en su hombro royendo despreocupada una nuez—. No tengo más remedio.
La mona receló agachando la cabecita como si quisiera susurrarle algo al oído.
El astro pendía bajo, próximo al tejado del hotel, y calentaba el planeta de mala gana, perezosamente.
Las puertas de lunas se abrieron silenciosamente de par en par. Tras el alto mostrador un guiyano moreno repasaba indolentemente las cuentas de un rosario. Al ver que se le acercaba Pap, dejó el rosario y simuló una sonrisa.
—Bienvenido al planeta Guiy. ¿Acaba de llegar?
—Sí —respondió Pap y añadió sin saber por qué—: en el de pasajeros...
—Usted, claro, es la primera vez que viene a Guiy... ¿Para mucho tiempo?
—No sé. Depende...
—Entendido —la sonrisa parecía haberse pegado para siempre al rostro del guiyano—. Quiere probar suerte. La suerte... es algo complicado y poco comprensible. ¿Seguramente habrá oído hablar mucho de nuestro planeta?
Pap no respondió. La mona seguía royendo la nuez.
—¿Usted querrá un cuarto que no sea grande? —preguntó el guiyano tras un vistazo a los tronados y polvorientos zapatos de Pap.
—Sí.
—Las magnitudes pierden su importancia ante la infinidad del Cosmos. Y el tiempo también... No se preocupe por eso.
El guiyano estaba de humor filosófico. A Pap le ladraba el estómago de hambre.
La mona escupió la cáscara de la nuez a la cara del guiyano. Este hizo una mueca de disgusto y al instante volvió a sonreírse como si no hubiera ocurrido nada.
—Perdón —dijo Pap.
—No importa. ¿Qué bicho es ese?
—Es una mona del planeta Tierra.
—Muy graciosa...
“Perdóname, Chu...”
—Quisiera venderla. ¿Dónde podría?
El guiyano alargó la pinza por encima de la barra y tocó cuidadosamente a la mona.
—Muy graciosa —repitió—. ¿Y qué sabe hacer?
Pap se quitó la mona del hombro, la puso en el mostrador y ordeno:
—Chu, enseña lo que sabes.
Chu obedeció. Hizo el farol agitando cómicamente las piernas al aire.
—Y ahora haz que veamos cómo andan las damas coquetas.
Chu, contoneándose, pasó altivamente de un extremo del mostrador a otro.
—Imita una locomotora...
Chu obedeció.
—Ahora muéstranos a Pap. Pap soy yo.
La monita volvió a pasearse por el mostrador imitando con asombrosa exactitud los andares de su amo.
—Chu, ¡hazte la muerta!
Chu se tendió y quedó inmóvil.
—¿Puedes mostrar lo que estaba haciendo el guiyano cuando entramos?
La mona cogió el rosario del guiyano y se puso a repasar las cuentas con aire de importancia.
El guiyano soltó la carcajada:
—¡Muy bien, muy bien!
—A propósito, el rosario es también de la Tierra —indicó Pap.
—¡No me diga! —El guiyano no miraba el rosario. Acarició a la mona—. ¡Qué lista eres! Es graciosa, muy graciosa.
—¿Podré venderla?
—Claro que sí —respondió seguro el guiyano—. Pero en subasta. No tenemos otra forma de venta. El veinticinco por ciento de la ganancia será para usted.
—¿Cómo el veinticinco?
—Sí. Eso no es poco. Si acepta, déjeme el animalito.
—Vale.
La mona roía el rosario. Pap sacó del bolsillo tres nueces y las puso sobre el mostrador. Chu agarró un dedo de Pap y se puso a chuparlo chasqueando la lengua.
Pap se sonrió por primera vez en este rato.
—Somos viejos amigos —dijo.
El guiyano asintió comprensivo y tendió a Pap la llave del cuarto.
Pap se quedó indeciso junto al mostrador.
—¿No podría tomar un bocado... a cuenta de lo que gane luego?
El guiyano volvió a asentir.
—¡No faltaba más! Se lo servirán en el cuarto. Puede dormir un rato. Lo despertaré antes de la subasta.
La mona dio un chillido y saltó al hombro de Pap.
—No, Chu —dijo Pap, quitándosela del hombro—, tú te quedas aquí.
La puso sobre el mostrador, pero ella le agarró un dedo y no lo soltaba.
—Chu, ¡hazte la muerta! —ordenó Pap.
La monita soltó el dedo y se tendió obediente.
—¿Tiene usted alguna caja? —preguntó Pap al guiyano.
Este sacó de bajo el mostrador una caja redonda de hojalata con el dibujo del hotel. Abrió la tapa. Pap levantó a la inmóvil Chu, la puso en la caja y dejó allí también las tres nueces. Dio media vuelta y se encaminó al ascensor.

—Aquí podrá usted contemplar tranquilamente la subasta. En la casa todo se hace honradamente.
Con estas palabras el guiyano introdujo a Pap en una pequeña cabina donde había una butaca, una consola de control remoto y una pantalla luminosa.
—Los licitantes se encuentran en otras cabinas iguales que ésta —explicó el guiyano y desapareció. Pap se arrellanó en la butaca.
Poco después apareció en la pantalla la conocida caja de hojalata cuya tapa, para asombro de Pap, adornaba el dibujo de una mona que antes no había.
Pap oyó la voz del guiyano.
—¡Respetable público! Se vende un animal sumamente raro del planeta Tierra. Ustedes seguramente saben como se ha empobrecido la fauna en la parte racional del Universo. El mono que saldrá ahora de esta caja es un ejemplar de una raza muy inteligente de animales terrestres. Es un verdadero amigo del ser pensante, y creo no equivocarme si digo que este animalito jamás, lo recalco, jamás les aburrirá. Les garantizo excepcionales y variadas diversiones. Las metamorfosis de este animalito son extraordinariamente agradables...
“¿No será demasiado...?”, pensó Pap.
—Por otra parte —continuó el guiyano—, ustedes mismos pueden convencerse.
Destapó la caja, y en la pantalla apareció Chu. Sostenía en las manos la última nuez.
—Así pues —dijo el guiyano—, ahora van a ser testigos de las asombrosas transformaciones de este animalito.
De pronto la monita se desvaneció en el aire y en su lugar apareció una mujer de la Tierra en largo vestido negro con lentejuelas.
Pap se quedó de piedra. Esperaba ver los conocidos trucos de Chu. Pero lo que vio era increíble, más increíble que en un sueño. Había oído decir que en el planeta Guiy no había que asombrarse de nada, pero no podía dar crédito a sus ojos.
La mujer se sonrió, pasó la mano por sus cabellos. Su cara era conocida… y el gesto también. Pero Pap no podía recordar dónde ni cuándo la había visto.
La mujer desapareció y sobre el mostrador volvió a aparecer Chu.
Luego la monita se convirtió en una máquina de escribir con una hoja de papel escrita hasta la mitad.
Después se convirtió en un morral que desparramaba blandas frutitas.
En una cigüeña que aleteaba enérgicamente.
Y en una cama vieja con una pata rota.
En un libro manoseado con una espada de mosquetero en la tapa.
En una serpiente erguida al acecho.
Y en un viejo que balbuceaba sin que se le oyera.
—Fíjense —dijo el guiyano—, la monita se transforma solamente en lo que hay en el planeta Tierra y que ha visto ella misma. Las transformaciones de por sí no pueden asombrarnos a los guiyanos Pero es interesante ver transformaciones cuyos resultados no se saben de antemano. ¡Qué exótico es todo eso! ¡Y cuánto se aprende viendo estas transformaciones! Yo conozco bastante de la Tierra. Pero las metamorfosis de la mona han completado sensiblemente mis conocimientos. Vamos a hacer un experimento muy sencillo.
Del pasillo salió un chico guiyano. Se acercó al mostrador y tendió la pinza hacia la mona.
—Chico, no toques —dijo el guiyano y preguntó en voz alta— Dime. ¿Qué quisieras ahora?
El chico pensó un poco y dijo:
—Un gurilik.
—En la Tierra no hay guriliks. Explica lo que quieres.
—Bueno... —el chico se frotó la frente y entornó los ojos—. Es algo muy rico… y frío...
Iba a añadir algo, pero Chu ya se había transformado en una caja llena hasta los bordes de helados.
—Dejaremos uno para que se convierta de nuevo en la mona. Si no ¿qué vamos a vender? —bromeó el guiyano—. Chico, puedes tomar los demás. Seguramente estarán muy ricos. Lleva cuidado. No te vayan a sentar mal.
El chico salió con la caja. El guiyano aguardó unos momentos hasta que el helado volvió a convertirse en Chu.
—La mona tuvo en la Tierra una vida interesante, vio muchas cosas. Pero carecía de esta prodigiosa capacidad que ha adquirido en Guiy. Piénsenlo bien, cualquiera de ustedes puede ser su dueño. Ofrezcan, pues, su precio.
En el tablero luminoso se encendió un número: “20”.
—Veinte. Veinte nada más —anunció decepcionado el guiyano.
En el tablero se encendió otro número: “40”.
—Cuarenta —profirió indolente el guiyano.
“50”
La voz del guiyano cobró firmeza.
“65”
El guiyano se puso en guardia.
“70”
Su voz sonó con acentos de alegría.
“100”
Pap no podía pensar. El cerebro había dejado de obedecerle. Los dedos atenazaban los brazos de la butaca. Miraba estúpidamente la pantalla.
Chu terminó de roer la última nuez y empezó a morder el rosario.
—Bien, esa cantidad ya va en serio. ¡Ciento cuarenta!
“¡Cómo es eso!... “ —Este pensamiento le salió de lo más hondo de la conciencia y al principio Pap se desconcertó, pero luego montó en cólera—. ¡Cómo es eso! ¡Ahora pasará a ser propiedad de cualquiera de ellos!
Los dedos se aflojaron instintivamente. Los movía un objetivo concreto. Marcaron en el tablero: “150”.
Al instante se encendió otro número: “170”.
Chu se puso el rosario al cuello y lanzó un chillido de júbilo.
Pap marcó “180”.
Apareció el número “200”.
Marcó “210”.
—Veo que ustedes empiezan a comprender el verdadero valor de este simpatiquísimo ser terrestre.
“235”.
Los dedos temblorosos de Pap ofrecieron “240”.
“¡Cómo es eso!
El pensamiento seguía pulsando tercamente en su cabeza sin dejar que Pap se distrajera ni por un instante.
Ahora los números cambiaban tan rápidamente que el guiyano no tenía tiempo de anunciarlos. Dejó de intercalar comentarios.
La monita se transformaba en la estatua de mármol de un guerrero montado a caballo, en un espejo, en un sarcófago y en un ferrocarril.
“290”.
La frenética carrera de números cesó. El tablero descansaba. El nervio invisible que ponía en comunicación todas las cabinas se había aflojado...
“300”.
Luego volvió a tensarse para en seguida romperse. Lo único que sabía Pap era que debía romperse allí, en su cabina, y por eso marcó “400”.
Pero siguieron compitiendo con él. Alguien se había empeñado en adquirir el prodigio terrestre sin comprender que no debía pertenecerle a él, sino a Pap.
Chu se transformó en un reloj y en una losa funeraria.
Pap arrancó el nervio. Marcó...
—¿Mil? —el guiyano preguntó más que anunció.
Y repitió.
Repitió otra vez.
Los brazos de Pap pendían sin fuerzas de la butaca.
Y el nervio también.
—¡Vendido! Ruego a mi asistente que lleve el animalito a su dueño.
El astro seguía pendiendo indolente sobre la cabeza, pero apretaba el calor.
Pap salió tambaleándose de la cabina. Chu saltó a su hombro. Él la cogió de las manos, las apretó con fuerza contra su pecho y echó a correr.
“¡Alto! ¡Usted no ha pagado!”, gritaban a sus espaldas.
El tremendo cansancio desapareció de súbito. Pap corría como delirante sin sentir su cuerpo, metiéndose por las angostas rendijas de calles desconocidas. Las casas tan pronto se amontonaban como se desparramaban ante él en abanico.
Se detuvo en un silencioso descampado. Delante se alzaba una tenebrosa colina.
Dejó a Chu en el suelo y pidió que se convirtiera en la mujer de vestido negro con lentejuelas. Pero Chu, sin hacerle el menor caso, recogía piedrecitas de colores y por la fuerza de la costumbre probaba a morderlas. Pap se puso en cuclillas.
—Chu —pidió—, por favor...
—Pierde usted el tiempo. No conseguirá nada.
Pap volvió la cabeza. Detrás estaban el guiyano y dos vigilantes.
—Usted ha comprado su mona —continuó el guiyano— y tiene que pagar. No nos hable de los motivos que lo han guiado. Eso no nos importa. Y tenga en cuenta que no se admite la devolución de la mercancía. Le pertenece el veinte y cinco por ciento de la ganancia. Por lo tanto, nos debe setecientos cincuenta...
Pap se levantó de un salto y agarró del cuello al guiyano. Ahora su único deseo era estrangularlo. Dos pares de fuertes pinzas se le clavaron en los hombros paralizándolo.
—¡Embustero! —gritó Pap soltando al guiyano.
Éste se alisó el arrugado cuello de la chaqueta y con la calma que lo distinguía pronunció:
—Sepa usted que nosotros nunca engañamos a nadie.
Y con gesto teatral señaló a Chu.
La monita se había vuelto a convertir en aquella mujer. Pero Pap trató inútilmente de reconocerla. La mujer se sonrió, dio unos pasos hacia él y volvió a convertirse en la mona.
—¡Otra vez! —pidió Pap.
—Basta —dijo el guiyano.
—¡Otra vez! —gritó Pap. No se dirigía al guiyano, sino a Chu, pero ésta continuaba siendo una simple monita y, entendiendo a su manera el grito del amo, se hizo la muerta. Pap le pegó un puntapié. La mona chilló quejumbrosa y, apartándose unos pasos, hizo el estúpido farol. Pap le tiró una piedra, luego una lata y un hierro.
Chu se ofendió y puso pies en polvorosa.
Acompañado por el guiyano y los vigilantes, Pap subió a la colina y, cuando llegaron a la cumbre, el guiyano dijo:
—Usted tendrá que hacer este mismo trabajo setecientos cincuenta días justos.
Y señaló a unos hombres que cavaban con picos la tierra inerte en la falda de la colina. Uno de ellos subió y tendió un pico a Pap.
—Aquí no dan mal de comer, amiguito —dijo.
Era un terrícola.
—Y vosotros también... —comenzó Pap, pero se quedó cortado. Miró otra vez a los que trabajaban. ¿Para qué preguntar? Pap lo comprendió todo y tomó el pesado pico.
—Vamos —dijo el terrícola y, dándole una palmada en el hombro, empezó a descender.
El astro, clavado en la baja bóveda celeste, resplandeció brillante, y el calor se hizo insoportable.
—Adiós —dijo el guiyano.
Los vigilantes se quedaron.
—¡Un momento!
El guiyano se detuvo y volvió la cabeza.
—¿Qué quiere?
—¿Cuánto dura el día en Guiy? —preguntó Pap.
El guiyano no respondió. En su rostro se dibujó una sonrisa enigmática. Agitó la pinza y desapareció.
La monita con el olvidado rosario al cuello perdonó a Pap y saltó a su hombro.

FIN

Traducción: Dolores Sandoval.
Publicado en: Revista Literaura Soviética.
Edición digital: Duende.
Revisión: Sadrac.