jueves, 16 de junio de 2022

EMILIO Y LOS DETECTIVES por Erich Kästner

   

 LA HISTORIA NO EMPIEZA TODAVÍA

    A vosotros  no me importa decirlo; la cosa con Emilio me vino inesperadamente. En realidad me proponía a escribir un libro  completamente distinto. Un libro en que, de puro miedo, los tigres castañetearían con los dientes, y las palmas datileras, con las nueces de coco. Y la pequeña muchacha caníbal a cuadros blancos y negros, que atravesaba a nado el Pacífico para recoger en Frisco un cepillo de dientes de la firma Drinkwater y Cía, iba a llamarse Perejil. Claro está que solo de nombre de pila.
    Mi idea era hacer una verdadera novela de los Mares del Sur. Y es que  un caballero de barba larga y cerrada me había contado que esta clase de lectura sería de vuestra preferencia.
   Y los tres primeros capítulos estaban incluso listos. El cacique Carroña de Cuervo, llamado también Correo Veloz, quitaba precisamente el seguro a su cortaplumas cargado de manzanas asadas, apuntaba con sangre fría y contaba, a toda prisa, hasta trescientos noventa y siete...
¡De pronto ya no supe más cuántas patas tenía una ballena! Me acosté en el suelo cuan largo era, porque así es como puedo reflexionar mejor, y reflexioné.
    Pero esta vez no me sirvió de nada. Hojeé una  enciclopedia. Primero el tomo B y después, por precaución, también el tomo V; ni una palabra de eso. Y yo necesitaba saberlo exactamente, si quería seguir escribiendo. ¡Necesitaba saberlo con toda exactitud!
    Pues si en aquel instante la ballena saliese de la selva virgen con la pata equivocada, al cacique     Carroña de Cuervo, llamado también Correo Veloz, le sería imposible acertar el tiro.
    Y al no darle éste a la ballena con las manzanas asadas, la pequeña muchacha caníbal,a cuadros blancos y negros, llamada Perejil, no se encontraría en la vida con la lavandera de diamantes, la señora Lehmann.
    Y si Perejil no se encontraba con la señora Lehmann, nunca hubiera recibido el valioso cupón que había que presentar en San Francisco, en la casa Drinkwater y Cía. para obtener gratis un cepillo de dientes nuevecito. Bueno y entonces...
    Mi novela de los Mares del Sur - ¡ tanto que me habría gustado!- fracasó, por decirlo así, por las patas de la ballena. Espero que me comprendáis. Yo lo sentí muchísimo. Y la señorita Fiedelbogrn estuvo a punto de llorar cuando se lo dije. Pero no tenía tiempo en aquel momento, porque tenía que  poner la mesa para cenar, y aplazó el llorar para más tarde. Y después se olvidó de él. Así son las mujeres.
    Yo quería titular el libro: "Perejil en la Selva Virgen". Un título pistonudo, ¿eh? Y ahora están los tres primeros capítulos en mi casa, debajo de la  mesa, para que no se tambalee. ¿Pero es ésa una ocupación justa para una novela que se desarrolla en los Mares del Sur?
    El camarero jefe Nietenführ, con el que charlo a ratos acerca de mis trabajos, me preguntó dos días más tarde si yo había estado alguna vez allá.
    - ¿ Allá dónde? - le pregunto.
    - Bueno, en los Mares del Sur y en Australia y en Sumatra y Borneo, y por allá.
    - No - le digo-, ¿por qué?

domingo, 12 de junio de 2022

LA ÚLTIMA REVERENCIA capítulos de la novela de Víctor Astafiev

ÁNGEL DE LA GUARDA

    En el año treinta y tres el hambre azotó nuestra aldea. Callaron las canciones, se apagaron las bodas y las fiestas, enmudecieron los perros, desaparecieron las palomas. Los bulliciosos tropeles de chicuelos no se lanzaban en trineo desde el barranco, en los patios ya no había ganado que bramara cuando lo sacrificaban, los caballos comenzaron a caer en medio de las calles. Las casas tomaron enseguida un aire sombrío y parecieron haber envejecido. Sus esquinas como mandíbulas de personas hambrientas, eran secas y huesudas. 
    En aquella época cada cual se procuraba la comida como podía. Los cazadores recorrían las nieves de la taiga en busca de cabras salvajes, alces, ciervos, guaridas de osos. Pero en aquel invierno las nieves eran profundas. Existe, además la creencia de que el animal olfateaba la desgracia humana y se aleja por el taiga hacia las montañas inaccesibles; en una palabra, el hambre corre hasta el lobo del bosque. 
     El afortunado Alexandr Yaroslavtsev consiguió, pese a todo, cazar un oso. Los hermanos Betejtin y el viejo Salamatin llevaron cabras. Los cazadores repartieron entre los vecinos todo lo que pudieron, pero ellos también tenían familia y un número incontable de parientes y amigos. La ciudad siempre había sido la desgracia y la salvación de nuestra aldea. Consumía nuestra producción rural: leña, leche, carne, pescado, verduras, bayas. Nos  vestía y emborrachaba. Era hospitalaria mientras obtenía de la aldea lo que precisaba. Cuando los campesinos  llegaban con las manos vacías y los carros sin carga, los recibía de mal grado. Ella misma pasaba hambre, esta ciudad grande y ahora poco acogedora.
    Aquel año, justamente aquel año hambriento y sin caballos, el camino cubierto de nieve se llenó de hombres y mujeres con alforjas: llevaban cachivaches y objetos de oro, los que los tenían, para cambiarlos en la ciudad.
    Nuestra familia, guiada por mi abuela, mañosa para los quehaceres domésticos, emprendedora en los negocios y que había sufrido varias hambrunas y desgracias en su vida, iba tirando. Mi abuela se secó; se le veían los huesos, y su carácter, violento y ruidoso, se suavizó visiblemente.
- No importa hombres míos, no importa. Resistiremos hasta la primavera y entonces...
    Los hombres - mi abuelo, mi tío Kolcha y yo - la escuchábamos y comprendíamos que con ella no nos pasaría nada, con tal que ella no decayera, no se desmoronara. Llegó a vivir con nosotros otro " hombre", mi primo Alioshka. Su madre, tía Augusta, pasó a trabajar en el sector de maderadas. La labor en los campos cambió: hacían rodar troncos que apilaban allí donde antes crecía la papa, el centeno y el trigo. Mi abuelo se encontraba perdido en las tierras sin  labrar, no sabía qué hacer ni dónde sembrarlos cereales.
    - ¿Qué podíamos hacer, hombres míos? - explicaba mi abuela refiriéndose a Alioshka-. ¿Adónde iba a ir? A Augusta le van a dar una ración  en la maderada...
    Parecía que se justificaba por Alioshka, pero en nuestra familia ni aún antes se discutía se discutía del proceder de la abuela, y ahora mucho menos.
    Augusta venía los domingos. Nos traía harina y granos. Cierta vez se apareció con una lata de cerdo en gelatina. Bueno, gelatina había en la lata, pero  carne no encontramos. Lo único que habían puesto era un pedazo de piel con un huesito.
    Después de este caso comprendimos que no debíamos confiar en la ración de Augusta.
    Mi abuela metió en un costal los manteles de fiesta, los llevó a la ciudad y los cambió por pan. Luego llevó la nueva zamarra del  abuelo y después, la ropa que guardaba con tanto celo, conforme a la tradición aldeana, para la hora de su muerte: un vestido, medias, un pañuelo, zapatos ligeros y sin tacones y una enagua de percal.
    -Teníamos que comer todos los días, pero en