En el año treinta y tres el hambre azotó nuestra aldea. Callaron las canciones,
se apagaron las bodas y las fiestas, enmudecieron los perros, desaparecieron las
palomas. Los bulliciosos tropeles de chicuelos no se lanzaban en trineo desde
el barranco, en los patios ya no había ganado que bramara cuando lo
sacrificaban, los caballos comenzaron a caer en medio de las calles. Las casas
tomaron enseguida un aire sombrío y parecieron haber envejecido. Sus esquinas
como mandíbulas de personas hambrientas, eran secas y huesudas.
En aquella época
cada cual se procuraba la comida como podía. Los cazadores recorrían las nieves
de la taiga en busca de cabras salvajes, alces, ciervos, guaridas de osos. Pero
en aquel invierno las nieves eran profundas. Existe, además la creencia de que el animal olfateaba la desgracia humana y se aleja por el taiga hacia las
montañas inaccesibles; en una palabra, el hambre corre hasta el lobo del bosque.
El afortunado Alexandr Yaroslavtsev consiguió, pese a todo, cazar un oso. Los
hermanos Betejtin y el viejo Salamatin llevaron cabras. Los cazadores
repartieron entre los vecinos todo lo que pudieron, pero ellos también tenían
familia y un número incontable de parientes y amigos.
La ciudad siempre había sido la desgracia y la salvación de nuestra aldea. Consumía nuestra producción
rural: leña, leche, carne, pescado, verduras, bayas. Nos vestía y emborrachaba. Era hospitalaria mientras obtenía de la aldea lo que precisaba. Cuando los campesinos llegaban con las manos vacías y los carros sin carga, los recibía de mal grado. Ella misma pasaba hambre, esta ciudad grande y ahora poco acogedora.
Aquel año, justamente aquel año hambriento y sin caballos, el camino cubierto de nieve se llenó de hombres y mujeres con alforjas: llevaban cachivaches y objetos de oro, los que los tenían, para cambiarlos en la ciudad.
Nuestra familia, guiada por mi abuela, mañosa para los quehaceres domésticos, emprendedora en los negocios y que había sufrido varias hambrunas y desgracias en su vida, iba tirando. Mi abuela se secó; se le veían los huesos, y su carácter, violento y ruidoso, se suavizó visiblemente.
- No importa hombres míos, no importa. Resistiremos hasta la primavera y entonces...
Los hombres - mi abuelo, mi tío Kolcha y yo - la escuchábamos y comprendíamos que con ella no nos pasaría nada, con tal que ella no decayera, no se desmoronara. Llegó a vivir con nosotros otro " hombre", mi primo Alioshka. Su madre, tía Augusta, pasó a trabajar en el sector de maderadas. La labor en los campos cambió: hacían rodar troncos que apilaban allí donde antes crecía la papa, el centeno y el trigo. Mi abuelo se encontraba perdido en las tierras sin labrar, no sabía qué hacer ni dónde sembrarlos cereales.
- ¿Qué podíamos hacer, hombres míos? - explicaba mi abuela refiriéndose a Alioshka-. ¿Adónde iba a ir? A Augusta le van a dar una ración en la maderada...
Parecía que se justificaba por Alioshka, pero en nuestra familia ni aún antes se discutía se discutía del proceder de la abuela, y ahora mucho menos.
Augusta venía los domingos. Nos traía harina y granos. Cierta vez se apareció con una lata de cerdo en gelatina. Bueno, gelatina había en la lata, pero carne no encontramos. Lo único que habían puesto era un pedazo de piel con un huesito.
Después de este caso comprendimos que no debíamos confiar en la ración de Augusta.
Mi abuela metió en un costal los manteles de fiesta, los llevó a la ciudad y los cambió por pan. Luego llevó la nueva zamarra del abuelo y después, la ropa que guardaba con tanto celo, conforme a la tradición aldeana, para la hora de su muerte: un vestido, medias, un pañuelo, zapatos ligeros y sin tacones y una enagua de percal.
-Teníamos que comer todos los días, pero en
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