jueves, 16 de septiembre de 2010

SÍNDROME DE TOURETTE (ST)

Es un trastorno neurológico que se caracteriza por la existencia de movimientos involuntarios repetidos y sonidos incontrolables que se llaman tics. En algunos casos, tales tics pueden acompañarse de palabras y frases inapropiadas. Suele comenzar antes de los 18 años, los síntomas y la intensidad varían de una persona a otra; pero en la mayoría de las ocasiones la sintomatología es moderada.
Causas
Aunque su causa es desconocida, investigaciones actuales sugieren que hay una anormalidad en los genes que hace que se afecte el metabolismo de los transmisores cerebrales como dopamina, serotonina, y noropinefrina. Los neurotransmisores son productos químicos en el cerebro que llevan las señales de una célula nerviosa a la otra.
Investigaciones genéticas sugieren que el ST es hereditario de modo dominante y que el gen (o los genes) involucrado puede causar un rango variable de síntomas en los distintos miembros de la familia.Una persona con ST tiene una probabilidad del 50 % de pasarle a uno de sus hijos el gen o los genes, aunque la enfermedad puede pasar desapercibida.En las familias de los individuos con ST se ha encontrado una incidencia más alta de lo normal de trastornos de tics leves y de conductas obsesivo-compulsivas.
Si la descendencia de un paciente con ST que lleva el gen, es varón, el riesgo de desarrollar los síntomas es de 3 a 4 veces más alto. Sin embargo, la mayoría de las personas que heredan los genes no desarrollan síntomas lo suficientemente severos para justificar tratamiento médico. En algunos casos no se puede establecer herencia. Estos casos son llamados esporádicos y su causa es desconocida.
Epidemiología
Puede afectar a cualquier grupo étnico, pero más en los hombres, en una proporción de 4 a 1. La prevalencia de este síndrome se calcula en 2% de la población general, que puede ser una estimación conservadora, debido a que muchas personas con tics muy leves pueden no ser conscientes de ello y nunca buscan atención médica.
Síntomas
Generalmente, los primeros síntomas suelen consistir en tics en la cara, normalmente parpadeo. Con el tiempo, aparecen otros tics motores, como movimientos de la cabeza, del cuello, patadas, etc. A menudo emiten sonidos, palabras o frases ininteligibles. En ocasiones gritan obscenidades involuntariamente (coprolalia) o repiten constantemente las palabras de los demás (ecolalia).
Puede haber conductas auto rutilantes, como morderse los labios o golpearse la cabeza, pero estas posturas son extremadamente extrañas.Los tics sensoriales son sensaciones involuntarias recurrentes en las articulaciones, huesos, músculos u otras partes del cuerpo; entre estas sensaciones se encuentra la pesadez, ligereza, vacío, cosquilleo, frío, calor y extrañeza. Se dan al menos en el 10% de los pacientes con ST.
Por otra parte, también se señalan los tics cognitivos que son definidos como pensamientos repetitivos con contenido agresivo que no provocan miedo o acciones neutralizadoras. Se pueden dar en el 66% de pacientes con ST (aproximadamente).
* Hay una película basada en la historia de Brad Cohen un niño con Síndrome de Tourette, que llegó a ser profesor, logrando superar las dificultades que le ocasiona este síndrome. La película se llama: "Front of the class"

martes, 24 de agosto de 2010

EL AUTOR DEL BALDOR

Aurelio Baldor
El Baldor de Algebra, que muchos conocemos, tiene en su portada la imagen del matemático persa musulman chií, Al Juarismi (y muchos creíamos que él era el autor del Baldor). Sin embargo, el verdadero autor de este inmenso libro de problemas algebraicos, es el matemático cubano Aurelio Baldor, quien era un educador en la década del '40 y '50.
Era un hombre alto, medía 1.95 m. y tenía un peso 100 kg. vivía en una villa cubana, cerca a las playas de Tarará, tenía como vecino al "Che" Guevara y su vida transcurría entre las clases en su colegio Baldor (del cual era fundador y director) y su familia.
Le gustaba recitar los versos del poeta cubano José Martí y tenía siempre su algebra bajo el brazo. "Se pasaba las tardes leyendo y creando nuevos problemas matemáticos" señala su hijo Daniel Baldor, quien reside actualmente en Miami.
Fue en 1959, cuando surgió la Revolución cubana que luchaban contra el dictador Fulgencio Batista, que hizo que emigrara con su familia a Estados Unidos. Tuvo que ir a clases de inglés junto a sus hijos en la Universidad de Nueva York, y al poco tiempo ya estaba dando una cátedra en Saint Peters College, en Nueva Jersey.
El 2 de abril de 1978, falleció de un enfisema pulmonar, añorando regresar a su patria.

* A continuación una edición "apócrifa" =)

lunes, 16 de agosto de 2010

FARINELLI IL CASTRATO

En mi búsqueda de algunas películas biográficas que parezcan interesantes, encontré una titulada Farinelli Il Castrato. Como nunca había oído hablar de este personaje, decidí averiguar algo acerca de él, y así me enteré que, su verdadero nombre fue Carlo Broschi, nació en Apulia el 4 de enero de 1705 y falleció en Bolonia el 16 de septiembre de 1782.

Fue un gran cantante de opera, al cual castraron en su niñez para que conservara su voz infantil de soprano (aunque algunos dicen que fue por cuestiones médicas, pues se cayó de un caballo) sin embargo esta hipótesis es un tanto controversial, pues en esa época, a los niños pobres sólo les quedaba dos opciones para tener un futuro digno: ser cantantes de ópera (si tenían talento) o ser sacerdotes. Farinelli, por supuesto contaba con dotes artísticas [tenía una extensión vocal desde La2 hasta Re6 (3,4 octavas)]. Fue enviado al conservatorio reservado para el entrenamiento de los castrati, donde se le educó en voz, composición e improvisación. Se dice que Farinelli ponía finos toques personales a las composiciones que interpretaba. Más tarde, fue instruido por el también cantante Antonio María Bernacchi, quien era 15 años mayor que él.
Conoció a Händel, vivió 3 años en Inglaterra y cantó en los teatros de Londres. Luego viajó a España donde tenía planeado quedarse sólo unos meses; pero fue tal su éxito, que su voz sirvió para mitigar la melancolía enfermiza del rey Felipe V, quien lo nombró Primer Ministro. Se quedó durante el ascenso de Fernando VI, periodo durante el cual fue Director de Teatros en Madrid y Aranjuez. Durante su reinado, también se le otorgó la orden de caballero siendo condecorado con la Cruz de Calatrava.
Después del ascenso de Carlos III, se retiró a Bolonia donde pasó el resto de sus días.
Algunos datos adicionales:
*Estaba enamorado secretamente de una dama de la nobleza, de quien sólo se conoce sus iniciales: S.I.L.
*En la película aparece como el que seduce a las mujeres, para que luego su hermano Ricardo consuma el acto.
*Quien interpreta a Farinelli es el actor italiano Stefano Dionisi.
*La mezzosoprano italiana Cecilia Bartoli es quien hace la voz de Farinelli.

jueves, 22 de julio de 2010

LA DAMA DE SHALOTT de Lord Alfred Tennyson

LA DAMA DE SHALOTT
I
En las orillas del río, durmiendo,
grandes campos de cebada y centeno
visten colinas y encuentran al cielo;
a través del campo, marcha el sendero
hacia las mil torres de Camelot;
y arriba, y abajo, la gente viene,
mirando a donde los lirios florecen,
en la isla que río abajo aparece:
es la isla de Shalott.
Tiembla el álamo, palidece el sauce,
grises brisas estremecen los aires
y la ola, que por siempre llena el cauce,
por el río y desde la isla distante
fluye que fluye, hasta Camelot.
Cuatro muros grises: sus grises torres
dominan un espacio entre las flores,
y en el silencio de la isla se esconde
la dama de Shalott.
Tras un velo de sauces, por la orilla,
a las pesadas barcas las deslizan
unos lentos caballos; y furtiva,
una vela de seda traza huidiza,
surcos de espuma, hacia Camelot.
Pero ¿Quién la vio nunca saludando?
¿O en la ventana de su estudio estando?
¿O acaso es conocida en el condado
la dama de Shalott?
Sólo los segadores muy temprano,
cuando siegan ya maduros los granos,
escuchan ecos de un alegre canto
que desde el río llega, alto y claro
hasta las mil torres de Camelot:
Bajo la luna el segador trabaja,
apilando haces en las eras altas.
Escucha y murmura: “es ella, el hada,
la dama de Shalott”.
II
Ella teje una tela día y noche,
tela mágica de hermosos colores.
Ha oído murmurar un rumor, sobre
una maldición: ay como se asome
y mire lejos, hacia Camelot.
No sabe que maldición pueda ser,
ella teje y no deja de tejer,
y otra cosa no hay que pueda temer,
la dama de Shalott.
Moviéndose sobre un espejo claro
que cuelga frente a ella todo el año,
sombras del mundo aparecen. Cercano
ve ella el camino que serpenteando
conduce a las torres de Camelot;
Allí el remolino del río gira,
y descortés el aldeano grita,
y de las mozas las capas rojizas
se alejan de Shalott.
A veces un tropel de alegres damas,
un abate, al que portan con calma,
o es un pastor de cabeza rizada,
o de largo pelo y carmesí capa,
un paje se dirige a Camelot;
y a veces cruzan el azul espejo
caballeros de dos en dos viniendo:
no tiene un buen y leal caballero
la dama de Shalott.
Pero en su tela disfruta y recoge
del espejo las mágicas visiones,
y a menudo en las silenciosas noches
un funeral con plumas y faroles
y música, iba hacia Camelot:
O venían, la luna en su camino,
amantes casados de ahora mismo;
“Estoy enferma de tanta sombra”, dijo
la dama de Shalott.
III
A tiro de arco del alero de ella,
él cabalgaba entre la mies de la era;
deslumbraba el sol entre hojas nuevas,
y ardía sobre las broncíneas grebas
del valiente y audaz Sir Lancelot.
Un cruzado al que arrodillado puso
con la dama por siempre en el escudo,
brillaba en el campo amarillo, junto
la lejana Shalott.
Brillaba libre enjoyada la brida:
una rama de estrellas imprevistas
colgadas de una Galaxia amarilla.
Sonaban alegres las campanillas
mientras cabalgaba hacia Camelot:
y en bandolera, plata entre blasones,
colgaba un potente clarín. Al trote,
su armadura tintineaba, sobre
la lejana Shalott.
Bajo el azul despejado del cielo
refulgía la silla de oro y cuero,
ardía el yelmo y la pluma del yelmo,
juntas como una sola llama al viento,
mientras cabalgaba hacia Camelot:
Así en la noche púrpura se viera,
bajo cúmulos sembrados de estrellas,
un cometa, cola de luz, que llega,
a la quieta Shalott.
Su frente alta y clara, al sol brillaba;
sobre los pulidos cascos trotaba;
por debajo de su yelmo flotaban
los bucles negros, mientras cabalgaba,
cabalgaba directo a Camelot.
Desde la orilla, y desde el río,
brilló en el espejo de cristal,
“tralarí lará” cantando en el río
iba Sir Lancelot.
Dejó la tela, y dejó el telar,
tres pasos en su cuarto ella fue a dar,
ella vio el lirio de agua reventar,
el yelmo y la pluma ella fue a mirar,
y posó su mirada en Camelot.
Voló la tela, y se quedó aparte;
se rompió el espejo de parte a parte;
“la maldición vino a mi”, gritó suave
la dama de Shalott.
IV
En la tormenta que de este soplaba,
los bosques de oro pálido menguaban,
y el río ancho en su orilla los lloraba.
Un cielo negro y bajo diluviaba
encima las torres de Camelot.
Ella bajó hasta el río, y encontróse
bajo un sauce, una barca aún a flote,
y escribió, justo en la proa del bote,
“La Dama de Shalott”.
Del río a través del pequeño espacio
como un audaz adivino extasiado
y en trance, viendo ante sí su trágico
destino, y con el semblante impávido,
ella miró lejos, a Camelot.
Y cuando el día por fin se acababa,
ella se tendió, y soltando amarras,
dejó que la corriente la arrastrara,
la dama de Shalott.
Tendida, vestida de un blanco nieve
desbordando por los lados del bote
las hojas cayendo sobre ella, leves,
a través del sonido de la noche,
ella flotaba hacia Camelot.
Y mientras la afilada proa hería
los campos y las esbeltas colinas,
se oyó un cantar, su última melodía,
la dama de Shalott.
Se oyó un cantar, un cantar triste y santo
cantado con fuerza y luego muy bajo,
hasta helarse su sangre muy despacio,
por completo sus ojos se cerraron
fijos en las torres de Camelot.
Porque hasta allí llegó con la marea,
de las primeras casas a la puerta,
y cantando su canción quedó muerta,
la dama de Shalott.
Debajo la torre y la balconada
entre las galerías y las tapias
hermosa y resplandeciente flotaba,
pálida de muerte, entre las casas,
entrando silenciosa en Camelot.
Al embarcadero juntos salieron:
dama y señor, burgués y caballero,
su nombre junto a la proa leyeron,
la dama de Shalott.
¿Qué tenemos aquí? ¿Y qué es todo esto?
Y en el palacio de luces y juegos
el jolgorio real tornó silencio;
Se santiguaron todos con miedo,
los caballeros, allí en Camelot:
Pero Lancelot, meditando un poco,
fue y dijo, “Ella tiene el rostro hermoso,
por gracia de Dios misericordioso,
la dama de Shalott.”
Versión de Pedro Calafat

sábado, 10 de julio de 2010

LA SUBASTA de Ruslán Sagabalián

—Perdóname, Chu —dijo Pap a la mona que estaba sentada en su hombro royendo despreocupada una nuez—. No tengo más remedio.
La mona receló agachando la cabecita como si quisiera susurrarle algo al oído.
El astro pendía bajo, próximo al tejado del hotel, y calentaba el planeta de mala gana, perezosamente.
Las puertas de lunas se abrieron silenciosamente de par en par. Tras el alto mostrador un guiyano moreno repasaba indolentemente las cuentas de un rosario. Al ver que se le acercaba Pap, dejó el rosario y simuló una sonrisa.
—Bienvenido al planeta Guiy. ¿Acaba de llegar?
—Sí —respondió Pap y añadió sin saber por qué—: en el de pasajeros...
—Usted, claro, es la primera vez que viene a Guiy... ¿Para mucho tiempo?
—No sé. Depende...
—Entendido —la sonrisa parecía haberse pegado para siempre al rostro del guiyano—. Quiere probar suerte. La suerte... es algo complicado y poco comprensible. ¿Seguramente habrá oído hablar mucho de nuestro planeta?
Pap no respondió. La mona seguía royendo la nuez.
—¿Usted querrá un cuarto que no sea grande? —preguntó el guiyano tras un vistazo a los tronados y polvorientos zapatos de Pap.
—Sí.
—Las magnitudes pierden su importancia ante la infinidad del Cosmos. Y el tiempo también... No se preocupe por eso.
El guiyano estaba de humor filosófico. A Pap le ladraba el estómago de hambre.
La mona escupió la cáscara de la nuez a la cara del guiyano. Este hizo una mueca de disgusto y al instante volvió a sonreírse como si no hubiera ocurrido nada.
—Perdón —dijo Pap.
—No importa. ¿Qué bicho es ese?
—Es una mona del planeta Tierra.
—Muy graciosa...
“Perdóname, Chu...”
—Quisiera venderla. ¿Dónde podría?
El guiyano alargó la pinza por encima de la barra y tocó cuidadosamente a la mona.
—Muy graciosa —repitió—. ¿Y qué sabe hacer?
Pap se quitó la mona del hombro, la puso en el mostrador y ordeno:
—Chu, enseña lo que sabes.
Chu obedeció. Hizo el farol agitando cómicamente las piernas al aire.
—Y ahora haz que veamos cómo andan las damas coquetas.
Chu, contoneándose, pasó altivamente de un extremo del mostrador a otro.
—Imita una locomotora...
Chu obedeció.
—Ahora muéstranos a Pap. Pap soy yo.
La monita volvió a pasearse por el mostrador imitando con asombrosa exactitud los andares de su amo.
—Chu, ¡hazte la muerta!
Chu se tendió y quedó inmóvil.
—¿Puedes mostrar lo que estaba haciendo el guiyano cuando entramos?
La mona cogió el rosario del guiyano y se puso a repasar las cuentas con aire de importancia.
El guiyano soltó la carcajada:
—¡Muy bien, muy bien!
—A propósito, el rosario es también de la Tierra —indicó Pap.
—¡No me diga! —El guiyano no miraba el rosario. Acarició a la mona—. ¡Qué lista eres! Es graciosa, muy graciosa.
—¿Podré venderla?
—Claro que sí —respondió seguro el guiyano—. Pero en subasta. No tenemos otra forma de venta. El veinticinco por ciento de la ganancia será para usted.
—¿Cómo el veinticinco?
—Sí. Eso no es poco. Si acepta, déjeme el animalito.
—Vale.
La mona roía el rosario. Pap sacó del bolsillo tres nueces y las puso sobre el mostrador. Chu agarró un dedo de Pap y se puso a chuparlo chasqueando la lengua.
Pap se sonrió por primera vez en este rato.
—Somos viejos amigos —dijo.
El guiyano asintió comprensivo y tendió a Pap la llave del cuarto.
Pap se quedó indeciso junto al mostrador.
—¿No podría tomar un bocado... a cuenta de lo que gane luego?
El guiyano volvió a asentir.
—¡No faltaba más! Se lo servirán en el cuarto. Puede dormir un rato. Lo despertaré antes de la subasta.
La mona dio un chillido y saltó al hombro de Pap.
—No, Chu —dijo Pap, quitándosela del hombro—, tú te quedas aquí.
La puso sobre el mostrador, pero ella le agarró un dedo y no lo soltaba.
—Chu, ¡hazte la muerta! —ordenó Pap.
La monita soltó el dedo y se tendió obediente.
—¿Tiene usted alguna caja? —preguntó Pap al guiyano.
Este sacó de bajo el mostrador una caja redonda de hojalata con el dibujo del hotel. Abrió la tapa. Pap levantó a la inmóvil Chu, la puso en la caja y dejó allí también las tres nueces. Dio media vuelta y se encaminó al ascensor.

—Aquí podrá usted contemplar tranquilamente la subasta. En la casa todo se hace honradamente.
Con estas palabras el guiyano introdujo a Pap en una pequeña cabina donde había una butaca, una consola de control remoto y una pantalla luminosa.
—Los licitantes se encuentran en otras cabinas iguales que ésta —explicó el guiyano y desapareció. Pap se arrellanó en la butaca.
Poco después apareció en la pantalla la conocida caja de hojalata cuya tapa, para asombro de Pap, adornaba el dibujo de una mona que antes no había.
Pap oyó la voz del guiyano.
—¡Respetable público! Se vende un animal sumamente raro del planeta Tierra. Ustedes seguramente saben como se ha empobrecido la fauna en la parte racional del Universo. El mono que saldrá ahora de esta caja es un ejemplar de una raza muy inteligente de animales terrestres. Es un verdadero amigo del ser pensante, y creo no equivocarme si digo que este animalito jamás, lo recalco, jamás les aburrirá. Les garantizo excepcionales y variadas diversiones. Las metamorfosis de este animalito son extraordinariamente agradables...
“¿No será demasiado...?”, pensó Pap.
—Por otra parte —continuó el guiyano—, ustedes mismos pueden convencerse.
Destapó la caja, y en la pantalla apareció Chu. Sostenía en las manos la última nuez.
—Así pues —dijo el guiyano—, ahora van a ser testigos de las asombrosas transformaciones de este animalito.
De pronto la monita se desvaneció en el aire y en su lugar apareció una mujer de la Tierra en largo vestido negro con lentejuelas.
Pap se quedó de piedra. Esperaba ver los conocidos trucos de Chu. Pero lo que vio era increíble, más increíble que en un sueño. Había oído decir que en el planeta Guiy no había que asombrarse de nada, pero no podía dar crédito a sus ojos.
La mujer se sonrió, pasó la mano por sus cabellos. Su cara era conocida… y el gesto también. Pero Pap no podía recordar dónde ni cuándo la había visto.
La mujer desapareció y sobre el mostrador volvió a aparecer Chu.
Luego la monita se convirtió en una máquina de escribir con una hoja de papel escrita hasta la mitad.
Después se convirtió en un morral que desparramaba blandas frutitas.
En una cigüeña que aleteaba enérgicamente.
Y en una cama vieja con una pata rota.
En un libro manoseado con una espada de mosquetero en la tapa.
En una serpiente erguida al acecho.
Y en un viejo que balbuceaba sin que se le oyera.
—Fíjense —dijo el guiyano—, la monita se transforma solamente en lo que hay en el planeta Tierra y que ha visto ella misma. Las transformaciones de por sí no pueden asombrarnos a los guiyanos Pero es interesante ver transformaciones cuyos resultados no se saben de antemano. ¡Qué exótico es todo eso! ¡Y cuánto se aprende viendo estas transformaciones! Yo conozco bastante de la Tierra. Pero las metamorfosis de la mona han completado sensiblemente mis conocimientos. Vamos a hacer un experimento muy sencillo.
Del pasillo salió un chico guiyano. Se acercó al mostrador y tendió la pinza hacia la mona.
—Chico, no toques —dijo el guiyano y preguntó en voz alta— Dime. ¿Qué quisieras ahora?
El chico pensó un poco y dijo:
—Un gurilik.
—En la Tierra no hay guriliks. Explica lo que quieres.
—Bueno... —el chico se frotó la frente y entornó los ojos—. Es algo muy rico… y frío...
Iba a añadir algo, pero Chu ya se había transformado en una caja llena hasta los bordes de helados.
—Dejaremos uno para que se convierta de nuevo en la mona. Si no ¿qué vamos a vender? —bromeó el guiyano—. Chico, puedes tomar los demás. Seguramente estarán muy ricos. Lleva cuidado. No te vayan a sentar mal.
El chico salió con la caja. El guiyano aguardó unos momentos hasta que el helado volvió a convertirse en Chu.
—La mona tuvo en la Tierra una vida interesante, vio muchas cosas. Pero carecía de esta prodigiosa capacidad que ha adquirido en Guiy. Piénsenlo bien, cualquiera de ustedes puede ser su dueño. Ofrezcan, pues, su precio.
En el tablero luminoso se encendió un número: “20”.
—Veinte. Veinte nada más —anunció decepcionado el guiyano.
En el tablero se encendió otro número: “40”.
—Cuarenta —profirió indolente el guiyano.
“50”
La voz del guiyano cobró firmeza.
“65”
El guiyano se puso en guardia.
“70”
Su voz sonó con acentos de alegría.
“100”
Pap no podía pensar. El cerebro había dejado de obedecerle. Los dedos atenazaban los brazos de la butaca. Miraba estúpidamente la pantalla.
Chu terminó de roer la última nuez y empezó a morder el rosario.
—Bien, esa cantidad ya va en serio. ¡Ciento cuarenta!
“¡Cómo es eso!... “ —Este pensamiento le salió de lo más hondo de la conciencia y al principio Pap se desconcertó, pero luego montó en cólera—. ¡Cómo es eso! ¡Ahora pasará a ser propiedad de cualquiera de ellos!
Los dedos se aflojaron instintivamente. Los movía un objetivo concreto. Marcaron en el tablero: “150”.
Al instante se encendió otro número: “170”.
Chu se puso el rosario al cuello y lanzó un chillido de júbilo.
Pap marcó “180”.
Apareció el número “200”.
Marcó “210”.
—Veo que ustedes empiezan a comprender el verdadero valor de este simpatiquísimo ser terrestre.
“235”.
Los dedos temblorosos de Pap ofrecieron “240”.
“¡Cómo es eso!
El pensamiento seguía pulsando tercamente en su cabeza sin dejar que Pap se distrajera ni por un instante.
Ahora los números cambiaban tan rápidamente que el guiyano no tenía tiempo de anunciarlos. Dejó de intercalar comentarios.
La monita se transformaba en la estatua de mármol de un guerrero montado a caballo, en un espejo, en un sarcófago y en un ferrocarril.
“290”.
La frenética carrera de números cesó. El tablero descansaba. El nervio invisible que ponía en comunicación todas las cabinas se había aflojado...
“300”.
Luego volvió a tensarse para en seguida romperse. Lo único que sabía Pap era que debía romperse allí, en su cabina, y por eso marcó “400”.
Pero siguieron compitiendo con él. Alguien se había empeñado en adquirir el prodigio terrestre sin comprender que no debía pertenecerle a él, sino a Pap.
Chu se transformó en un reloj y en una losa funeraria.
Pap arrancó el nervio. Marcó...
—¿Mil? —el guiyano preguntó más que anunció.
Y repitió.
Repitió otra vez.
Los brazos de Pap pendían sin fuerzas de la butaca.
Y el nervio también.
—¡Vendido! Ruego a mi asistente que lleve el animalito a su dueño.
El astro seguía pendiendo indolente sobre la cabeza, pero apretaba el calor.
Pap salió tambaleándose de la cabina. Chu saltó a su hombro. Él la cogió de las manos, las apretó con fuerza contra su pecho y echó a correr.
“¡Alto! ¡Usted no ha pagado!”, gritaban a sus espaldas.
El tremendo cansancio desapareció de súbito. Pap corría como delirante sin sentir su cuerpo, metiéndose por las angostas rendijas de calles desconocidas. Las casas tan pronto se amontonaban como se desparramaban ante él en abanico.
Se detuvo en un silencioso descampado. Delante se alzaba una tenebrosa colina.
Dejó a Chu en el suelo y pidió que se convirtiera en la mujer de vestido negro con lentejuelas. Pero Chu, sin hacerle el menor caso, recogía piedrecitas de colores y por la fuerza de la costumbre probaba a morderlas. Pap se puso en cuclillas.
—Chu —pidió—, por favor...
—Pierde usted el tiempo. No conseguirá nada.
Pap volvió la cabeza. Detrás estaban el guiyano y dos vigilantes.
—Usted ha comprado su mona —continuó el guiyano— y tiene que pagar. No nos hable de los motivos que lo han guiado. Eso no nos importa. Y tenga en cuenta que no se admite la devolución de la mercancía. Le pertenece el veinte y cinco por ciento de la ganancia. Por lo tanto, nos debe setecientos cincuenta...
Pap se levantó de un salto y agarró del cuello al guiyano. Ahora su único deseo era estrangularlo. Dos pares de fuertes pinzas se le clavaron en los hombros paralizándolo.
—¡Embustero! —gritó Pap soltando al guiyano.
Éste se alisó el arrugado cuello de la chaqueta y con la calma que lo distinguía pronunció:
—Sepa usted que nosotros nunca engañamos a nadie.
Y con gesto teatral señaló a Chu.
La monita se había vuelto a convertir en aquella mujer. Pero Pap trató inútilmente de reconocerla. La mujer se sonrió, dio unos pasos hacia él y volvió a convertirse en la mona.
—¡Otra vez! —pidió Pap.
—Basta —dijo el guiyano.
—¡Otra vez! —gritó Pap. No se dirigía al guiyano, sino a Chu, pero ésta continuaba siendo una simple monita y, entendiendo a su manera el grito del amo, se hizo la muerta. Pap le pegó un puntapié. La mona chilló quejumbrosa y, apartándose unos pasos, hizo el estúpido farol. Pap le tiró una piedra, luego una lata y un hierro.
Chu se ofendió y puso pies en polvorosa.
Acompañado por el guiyano y los vigilantes, Pap subió a la colina y, cuando llegaron a la cumbre, el guiyano dijo:
—Usted tendrá que hacer este mismo trabajo setecientos cincuenta días justos.
Y señaló a unos hombres que cavaban con picos la tierra inerte en la falda de la colina. Uno de ellos subió y tendió un pico a Pap.
—Aquí no dan mal de comer, amiguito —dijo.
Era un terrícola.
—Y vosotros también... —comenzó Pap, pero se quedó cortado. Miró otra vez a los que trabajaban. ¿Para qué preguntar? Pap lo comprendió todo y tomó el pesado pico.
—Vamos —dijo el terrícola y, dándole una palmada en el hombro, empezó a descender.
El astro, clavado en la baja bóveda celeste, resplandeció brillante, y el calor se hizo insoportable.
—Adiós —dijo el guiyano.
Los vigilantes se quedaron.
—¡Un momento!
El guiyano se detuvo y volvió la cabeza.
—¿Qué quiere?
—¿Cuánto dura el día en Guiy? —preguntó Pap.
El guiyano no respondió. En su rostro se dibujó una sonrisa enigmática. Agitó la pinza y desapareció.
La monita con el olvidado rosario al cuello perdonó a Pap y saltó a su hombro.

FIN

Traducción: Dolores Sandoval.
Publicado en: Revista Literaura Soviética.
Edición digital: Duende.
Revisión: Sadrac.

lunes, 28 de junio de 2010

...Y LA ATLÁNTIDA SE HUNDIÓ de Anton Donev

Donev, Anton (1927-1985) Médico de profesión, escritor y artista por vocación.

—Así pues, ¿sigues pretendiendo que dos más dos son cuatro? —el gran sacerdote Krts levantó ambos brazos en señal de horror e invocó a la Luminaria Mlrprvlttsl, que relucía suavemente al otro lado de la ventana.
—Sí, gran monarca... —el esclavo-matemático cayó a los pies de Krts y lamió apasionadamente el suelo alrededor de sus doradas sandalias.
—¡Oh, dioses! —balbuceó Krts; su voz enronquecía de indignación—. Dioses, ¿cómo seguir viviendo? Si dos más dos...
Calló, y rechazó al esclavo con el pie.
—¿Te atreves a refutar nuestra ciencia ancestral? ¿Osas considerarte como el igual del Ungido del Señor? De seguir así, cualquier día te atreverás a sostener que el blanco es... blanco, y no negro como es la opinión generalizada. ¡Acude inmediatamente a los guardias y diles que yo he ordenado que te corten en pedazos! ¡Eso quizá te dé un poco de sabiduría!
El esclavo salió dispuesto a obedecer las órdenes de su soberano. Krts empezó a pasear con pasos nerviosos por la dorada galería del palacio. Por encima de la capital de la Atlántida, que desde tiempos inmemoriales se había llamado F, el sol brillaba imperturbable pese a los problemas del gran sacerdote...
—Monarca, me ha sido imposible obedecerte.
—¿Por qué? —preguntó Krts, encolerizado.
El esclavo se aplastó de nuevo contra el suelo, en el lugar más sucio.
—El centurión a quien he pedido que me cortara en pedazos ha querido saber cuál era mi crimen. Le he dicho que dos más dos eran...
—¡Silencio! ¡No repitas otra vez esta blasfemia!
—Sí, Monarca..., le he explicado de qué forma había profanado tus sagrados oídos. Él se ha puesto a pensar, finalmente ha sido de mi misma opinión, y...
—¡Arrrrrggggghhhhh! —estalló el sacerdote. Una sucesión de groseras maldiciones profanas en antiguo atlante brotó de sus labios—. Regresa inmediatamente con el centurión: ambos seréis desmembrados por caballos salvajes. ¡Que todo un regimiento de soldados os escolte!
—Sí, Señor. Pero si...
—¡Fuera, miserable gusano! —aulló el sacerdote.
Aterrado por los gritos, el esclavo huyó a toda prisa. Un poco más calmado, Krts se acercó a la ventana para vigilar la ejecución de su sentencia. A sus pies, en el patio de mármol negro y verde, un regimiento de soldados se llevaba consigo al esclavo y al centurión, azuzándolos con la punta de sus lanzas de bronce en los lugares más sensibles para hacerlos avanzar más aprisa.
—¡Ajá! —aprobó el sacerdote, y una sonrisa afloró a sus labios. Pero, en aquel mismo instante, observó con abominación que el esclavo-matemático le decía algo a los soldados. Estos se detuvieron en mitad del patio y empezaron a contar con los dedos...
—¡Aaaaaaaaah! —Krts tomó su cetro de marfil y empezó a golpear todos los gongs a su alcance. Los esclavos, los servidores, se precipitaron a la estancia: el gran esclavo encarado de sonarle, y el esclavo que le hacía cosquillas en los talones, y la esclava que masticaba por él las cortezas...
Krts los amenazó a todos con el puño.
—Detengan inmediatamente a todos esos rebeldes. Derramen sobre ellos pez hirviendo, arrójenlos a los leones, y si por casualidad queda alguno vivo, tráiganmelo para que lo interrogue...
Aquella misma tarde estallaba un motín en la ciudad. El esclavo-matemático, aquella miserable criatura nacida de madre desconocida en los espacios desérticos del norte, explicaba por todos lados que dos más dos eran... ¡Oh dioses! ¡Qué blasfemia! Todos empezaban a contar con los dedos y a darle la razón. Ya nadie obedecía las órdenes del gran sacerdote. Krts condenó a muerte cada vez a más gente, y soñó con torturas siempre más horribles, pero aquello no detuvo a los insurrectos.
Al filo de la noche, el consejo supremo de los sacerdotes se reunió en el palacio de oro del Zar Vrbtstst IIVXIIV, que viva y reine por siempre. Cada sacerdote lamió todos los dedos del pie izquierdo de Krts, tras lo cual recibió la autorización de ocupar su asiento. Abrieron mucho sus bocas, dando a entender que estaban listos para escuchar con la mayor atención.
—¡Oh tú, el mayor entre los Elegidos de Dios! —dijo el Zar a Krts—, ¿qué es lo que has hecho? Has condenado a muerte a la mitad de mis súbditos. No es que sus vidas me importen demasiado, pero si la ciudad queda despoblada, ¿quién pagará los impuestos?
—¡Oh Zar, Hijo del Sol, Hermano de la Cúpula de los Cielos, Cuñado de la Noche! Tus palabras son para mis oídos la voz de la sabiduría, pero no he podido actuar de otro modo... Imagina que ese bueno para nada (perdonen, oh dioses, mis palabras sacrílegas), que ese bueno para nada se atreve a afirmar impúdicamente que dos más dos son... No, no puedo repetir la blasfemia. Además, hace contar a la gente con los dedos para convencerles de su insensata teoría. ¡Se ha rebelado contra nosotros! Contra nosotros que conocemos los antiguos papiros, contra nosotros que leemos el futuro en las estrellas, ¡contra nosotros que sabemos descifrar las entrañas de los perros ofrecidos en sacrificio! Cuenta. ¿Quién le ha dado el derecho a contar? ¡Que el gran Mlrprvlttsl sea testigo, no tendré un instante de reposo hasta que la verdad divina sea restablecida y todos los herejes hayan sido castigados!
El Zar se echó la corona sobre la frente, se rascó la nuca y dijo:
—Pero, ¿y si tuviera razón? ¿No crees que deberíamos verificarlo?
El Zar se volvió hacia uno de sus consejeros más sabios y le hizo señas para que se aproximara.
—Veamos, esto, tú, ¿cómo te llamas?... Ayúdame un poco... ¿Cómo se hace para contar?
Y, lentamente, el Zar empezó a doblar sus dedos, uno tras otro, repitiendo los gestos del viejo sabio, que se concentraba sacando un poco la lengua. Uno... Dos...
Como un torrente desenfrenado, el terror se extendió por todas las venas del gran sacerdote. Levantó los brazos al cielo, como si intentara trepar por él, y se lamentó:
—¡Oh dioses! ¡Todo está perdido! ¡La Tierra está perdida! ¡La vida va a detenerse! ¡Si hasta nuestro gran Zar (que viva y reine por siempre) pone en duda la sabiduría de nuestros antepasados, entonces ya no hay ninguna esperanza! ¡Es el fin de la ciencia! ¡Es el fin del mundo! ¡Es el fin de la Atlántida!
A la mañana siguiente, hacia las cuatro horas (Tiempo del Meridiano de Greenwich), la Atlántida se hundió efectivamente en las aguas. ¿Por qué? Hasta ahora, nadie ha conseguido saberlo.

FIN

Publicado en: Revista Nueva dimensión, nº 133.
Edición digital: Arácnido.

Tal parece que el dogmatismo y persistir en lo ortodoxo, muchas veces nos obnubila, creyendo seguir el camino del conocimiento científico.

domingo, 27 de junio de 2010

FUTILIDAD de Andrei Gorbovsky


No notaron el solemne momento cuando la nave tocó la superficie del planeta. No hubo sacudida. Uno de los indicadores simplemente señaló «sólido», y eso marcó el fin del vacío del espacio interplanetario.
Vamp miró al capitán, pero este último no mostró ningún signo de satisfacción, y fue imposible saber como estaba reaccionando al final de su largo viaje.
Por la combinación de centelleantes puntos, rayas y líneas de onda intersectante, resultaba obvio que el ámbito en que ahora se hallaba su nave se aproximaba mucho a las condiciones de vida en su propio planeta: parecido, dentro de los límites permisibles. Vamp pasó la información al capitán, pero tampoco esto pareció causarle una impresión especial.
—Creo que no hallaremos ninguna forma de vida superior aquí —comentó hoscamente—. De todos modos, vaya a dar un paseo.
Así lo llamó el capitán: «dar un paseo».
El borde de la baja ladera que Vamp ascendió estaba tapizado en algunos lugares por una especie de delgados vegetales filamentosos. Desde la meseta, la nave parecía como un gran globo blanco. Una llanura marrón se extendía por todos lados durante muchos kilómetros. Sólo hacia la derecha la vaga línea del horizonte se fundía con farallones rocosos y acantilados. Y eso era todo.
En un tal paisaje, ciertamente, no valía la pena ir muy lejos, pero la misma naturaleza de su profesión los ataba, inevitablemente, a desilusiones de esta especie. Su trabajo era el comercio. Ciertamente, no se parecían mucho a sus antepasados que habían ejercido esa profesión en los tiempos antiguos. Viajaban a mundos lejanos transportando artículos allá donde podían ser más valiosos. Llevaban con ellos unidades de información encerradas en una serie de cristales transparentes. Era la mercancía más solicitada en las rutas de comercio del universo.
Cada civilización, desarrollándose a lo largo de sus propias líneas, develaba inevitablemente ciertas verdades y hacía descubrimientos que eran desconocidos para otras. Su trabajo era intercambiar descubrimientos por descubrimientos, teorías por teorías, información por información. A veces llegaban a mundos que no podían ofrecerles nada a cambio. Entonces, generosamente, compartían con los seres primitivos aquellos hechos que eran capaces de asimilar, pues la información era la única mercancía que podía ser intercambiada o regalada un ilimitado número de veces sin que se redujese jamás su cantidad en el proceso. Los visitantes a esos mundos, millares de años después, hallarían ricos frutos surgidos de las semillas que ellos estaban sembrando hoy.
Iban de regreso a casa tras un largo viaje en espiral entre las estrellas, que les había proporcionado un gran número de destacados conocimientos. Muchas naves como la suya estaban cruzando los espacios del universo, pero no todas ellas regresaban. A menudo, los peligros inesperados y la muerte las domeñaban en algún extraño y distante planeta, planetas que al principio parecían tan vacíos y desprovistos de vida como éste. Vamp regresó a la nave, y entonces se movieron en una gigantesca y creciente espiral por la superficie del planeta. En la pantalla se formaban imágenes de lo que estaba pasando por debajo, pero no miraban a la pantalla: ¿qué podía haber allá abajo que resultase nuevo para los visitantes de tantos mundos?
Se sentaron para jugar una partida de damas.
—Un mundo vacío —dijo desabrido el capitán—. Un planeta muerto.
Vamp sacrificó una ficha y se comió dos contrarias.
—Demos unas vueltas más —dijo el capitán—, y ya basta.
—¿A qué distancia del Sol está el planeta? —Vamp adelantó una ficha, preparándose para doblarla al siguiente movimiento.
—Es el tercero —El capitán mató la ficha que estaba a punto de ser doblada—. El tercero contando a partir del Sol. En nuestros catálogos tiene el nombre de «Tierra»
La pantalla aún seguía mostrando el mismo caos de farallones rocosos y la llanura marrón extendiéndose hasta la lejana e imprecisa línea del horizonte. Ni ciudades, ni poblados, ni ninguna señal de vida racional.
—Demos unas cuantas vueltas más, y ya basta —repitió el capitán.
No dijo más, porque Vamp había conseguido doblar una ficha. El capitán consideraba que él era mejor jugador que el otro, pero que cometía errores, y que Vamp, desaprensivamente, se aprovechaba de ellos. Esto era lo que había ocurrido ahora. Cuando quedaban uno o dos movimientos para decidir la partida, fueron interrumpidos por el agudo sonido de un zumbador. La nave había descubierto señales de algún tipo de civilización. Impaciente, el capitán apretó un botón, y el zumbador calló, pero la señal indicadora del infrarrojo comenzó a encenderse y apagarse irritadamente.
Hicieron algunas jugadas más.
—¿Tiene bastante ya? —preguntó Vamp, ocultando muy mal su triunfo.
El capitán asintió hoscamente.
En la pantalla apareció una imagen, y vieron un gran cuerpo metálico alargado, medio enterrado en la arena.
—Es un vehículo de transporte por el campo espacial del planeta —señaló Vamp.
—Una civilización no superior al segundo nivel —Parecía como si esta circunstancia le proporcionara al capitán algún tipo de malévola satisfacción—. Un mundo primitivo y, además, extinto.
—¿Quiere echarle una mirada a la nave?
Pero el capitán rehusó. Estudiar civilizaciones perdidas no era su trabajo, para eso estaban los cazadores de ratones de la Academia Cósmica de Ciencias.
—¿Y si hubiera seres racionales ahí dentro?
El capitán negó con la cabeza.
—Esa nave se estrelló, y ha permanecido vacía desde hace mucho tiempo. Puede ir a verla si lo desea, pero nos iremos inmediatamente después. Aquí no hay nada para nosotros.

De cerca, la nave parecía aún mayor. Era un gran bloque carenado de metal oscuro.
Vamp no podía ver ni la entrada ni ninguna otra abertura. Por todos lados sólo se veía una superficie metálica lisa y pulida por el tiempo. Luego se fijó en un amplio corte oscuro que parecía dividir todo el conjunto en dos partes. Miró al interior, pero no pudo ver nada. Introduciéndose cuidadosamente entre los oscuros bordes del metal desgarrado, Vamp penetró en el interior.
Segundos después, una asombrada multitud de pececillos salió por la fisura y se agrupó sobre la misma. Se daban tan poca cuenta de las muchas brazas de agua que tenían encima como la que podían tener los frívolos habitantes de tierra firme de la mítica «columna de aire» Quizá la única cosa que pudiera aún sentir la gigantesca presión de aquellas profundidades era el inerte submarino.
Durante algún tiempo, el globo blanco colgó inmóvil sobre la masa metálica semienterrada. No se veían señales de Vamp. Cuando finalmente comenzó a salir, los pececillos que danzaban cerca del borde de la fisura se desparramaron en todas direcciones.
El globo se apartó y, ganando velocidad, desapareció sobre la recortada línea del horizonte.

—¿Algo interesante? —preguntó el capitán, más por cortesía que por curiosidad.
Vamp negó con la cabeza.
—La nave era de construcción primitiva. Usaba energía sacada de acumuladores y baterías. La causa del accidente no era evidente.
—¿Tiene eso alguna importancia?
—No, naturalmente que no.
—Venimos a comerciar —dijo el capitán, como si Vamp le hubiera contradicho en algo—. Ninguna otra cosa de aquí nos importa. E, incidentalmente, aunque hubiéramos hallado a esos seres que construyeron la nave, ¿qué podría haberles interesado de nosotros?
—La síntesis proteica si aún no la habían conseguido, la utilización de la energía libre del espacio.
—¿Lo cree realmente así?
—Según todas las evidencias, eran bastante primitivos. Hasta podríamos haberles ofrecido la formación de la personalidad sintética o procedimientos biológicos para conseguir la inmortalidad.
—Sí, naturalmente. Segundo nivel. Y ¿qué podrían habernos dado a nosotros?
Vamp mostró un objeto plano y rectangular al capitán. Lo había tomado de la pared de uno de los camarotes. Era una fotografía en blanco y negro. Protegida por su cristal, apenas había sido dañada por el agua. La fotografía mostraba a un hombre, a un joven con chaqueta de cuero, sujetando por la correa a un enorme gran danés. Evidentemente, el gran danés no se sentía excesivamente interesado en la idea de que sus tristes rasgos caninos quedaran inmortalizados sobre el papel, y estaba mirando impaciente hacia un lado, fuera del campo de acción de la cámara. El joven estaba de pie junto a una autopista por la que circulaba tráfico en ambas direcciones. En la lejanía se podía ver un autocar.
—Extraño —indicó el capitán.
—Mucho —aceptó Vamp. Era una de aquellas raras ocasiones en las que estaba totalmente de acuerdo con su capitán.
—Ni siquiera podían distinguir los colores. Observa: está en blanco y negro.
—¿Y esa cinta? —Vamp señaló a la autopista.
—¿Se mueve?
—Eso parece. Y lleva a los objetos colocados sobre ella.
El capitán asintió.
—Muy extraño.
—¿Y esto? —Vamp estaba hablando del hombre y el perro—. Sin duda es una simbiosis.
—Naturalmente. Resulta obvio que estos dos seres poseen un único proceso mental y una sola psique. Es obvio también que se consideran a sí mismos como una sola personalidad.
—Mire —Vamp señaló la correa—. Hasta están unidos por un cordón de fibras nerviosas.
—¿Como los ascetas de Mejera-XY?
Descubrieron algunos otros navíos sumergidos, y luego llegaron a las ruinas de una ciudad. Y, al igual que antes, no hallaron ni rastro de los seres racionales cuyas manos habían construido todo aquello.
—Un planeta muerto —aseveró el capitán—. Los habitantes degeneraron y murieron.
—¿Por qué degeneraron? —el mismo Vamp no sabía por qué se sentía tan ofendido en nombre de los habitantes del planeta.
—La extinción es simplemente la culminación de un proceso. Si la raza no fue capaz de acomodarse a la misma, debió degenerar —Y añadió, impaciente—: Nos vamos.
—Pero mire, ellos, ellos... —Vamp no sabía qué más decir. Simplemente, por alguna razón, notaba que si este planeta era tachado de la lista de mundos habitados sería un error, un gran error, por algún motivo—. Mire, ellos ¿Y si habitan en las regiones altas? —exclamó de pronto, dándose cuenta de que estaba diciendo una estupidez.
Era algo tan absurdo que el capitán ni siquiera se irritó.
—Mi querido Vamp, ¿debo recitarle las «Leyes de la Vida»? —Una película opaca cayó sobre sus ojos, semicerrándolos, y empezó a recitar—: La vida en los planetas es posible únicamente en las zonas de mucha presión, bajo grandes profundidades de agua.
Vamp guardó silencio, porque lo que el capitán decía era indiscutible.
—¿Qué hay ahora en nuestra lista?
Vamp consultó la bitácora.
—Alfa de Centauro.
El capitán movió algunas palancas en el tablero de control y, en unos segundos se hallaron de nuevo rodeados por el espacio.
Vamp extendió diez tentáculos verdes por debajo de su coraza y comenzó a disponer el tablero de damas.

FIN

Publicado en: Lo mejor de la ciencia ficción soviética II.
Hyspamérica ediciones, 1986.
Edición digital: Sadrac.

sábado, 26 de junio de 2010

DESPERTARÁ EN DOSCIENTOS AÑOS de Andrei Gorbovsky

Gorbovsky, Alexander Alfredovich (14 de enero de 1930-2003)

Un hombre caminaba por el bosque, con paso decidido, apartando las ramas a medida que caminaba y aplastando hormigueros y leños caídos. De tiempo en tiempo se quitaba los anteojos para limpiarlos de las telarañas que se habían adherido a ellos, y cuando lo hacía se podían ver sus ojos. Tenía alrededor de veinticinco años.
Caminó por un largo rato, hasta que al final salió a un pequeño claro rodeado por una espesa pared de arbustos. Agachándose, hizo deslizar un objeto pesado y a sus pies se abrió una cavidad.
Antes de descender, el hombre echó una larga mirada a su alrededor. Muchas veces se había representado mentalmente ese momento, pero ahora el conocimiento de que nunca volvería a ver esos arbustos y árboles otra vez, de que estaba dándole una última mirada a todo eso, por alguna razón no lo conmovía. Se demoró por un rato, esperando que surgiera el sentimiento de la partida, pero no se produjo.
Lentamente, el hombre descendió. La losa de ladrillos cubiertos de moho se deslizó pesadamente, cerrando la cavidad sobre él, y el claro volvió a su estado anterior. Un viento se hizo sentir sobre las copas de los árboles, y luego todo estuvo quieto otra vez.
La idea se le había presentado por primera vez mientras se hallaba en un comercio mirando pescados congelados. Aparentemente, cuando se deshelaban esos trozos de hielo, volvían a la vida; las aletas volvían a moverse y los ojos redondos miraban, estúpidamente al mundo. Andrei no estaba preparado aún para aceptar la idea que se estaba formando en su mente, y había empezado a leer sobre anabiosis. A su manera, se había enterado de experimentos realizados con seres de sangre caliente, incluso con el hombre: los hombres habían sido devueltos a la vida después de largos períodos de anabiosis, y el único factor esencial consistía en mantener una temperatura constante.
Desde el principio, la idea de un viaje hacia la no existencia había parecido atractiva; sumergirse abruptamente por veinte o treinta años, para asombrarse de todos los que lo conocían. Pero luego Andrei había decidido que ese no sería un contraste suficientemente grande; por lo menos, lo que viera al final de ese período no tendría mucha relación con las promesas de los cuentos de ciencia ficción. En todo caso, la tentación de transportarse a sí mismo profundamente hacia el oscuro futuro era demasiado grande. Para eso sería suficiente saltear un período de unos cien años. Por último, decidió que debían ser doscientos.
Después de eso, las cosas se desarrollaron como si el destino mismo hubiera deseado que él consignara su objetivo. El hecho es que Andrei tenía un empleo. Trabajaba en una empresa nada agradable que se autodenominaba «editorial de diccionarios». Cómo llegó a trabajar allí, era algo que el mismo Andrei no habría podido decir. A diferencia del resto de sus compañeros en ese importante establecimiento, Andrei no estaba convencido de estar cumpliendo con su misión en la vida al clasificar tarjetas por orden alfabético y al marchitarse sobre los diccionarios. Su obsesión por la anabiosis no pudo dejar de afectar, de manera muy desafortunada, el futuro diccionario de embriología en el idioma de Tierra del Fuego, una publicación que, a estar por lo que decía la señorita Vetashevskaya, encargada de la edición, era esperada con ansiedad por todas las naciones, desde Tierra del Fuego a Taimir.
Las cosas se ponían peor para Andrei a medida que soñaba cada vez más con transportarse a la brillante era de los cohetes fotón y los paisajes marcianos. Así nació el proyecto de una habitación subterránea en la que un sistema de refrigeración, automáticamente controlado, mantendría una temperatura baja constante: cuando un conjunto de unidades empezaba a debilitarse, otro se pondría en funcionamiento de manera automática. Su problema mayor consistía en hallar un sistema de aprovisionamiento de energía, porque el más poderoso conjunto de acumuladores imaginable no habría sido suficiente para un período semejante. Para la época en que la parte teórica finalmente estuvo resuelta, en su empleo se le habían acumulado tantas nubes sobre la cabeza que no le quedaba otra solución que ponerse a trabajar.
La señorita Vetashevskaya anunció que de ninguna manera mantendría en sus puestos a los empleados incompetentes, y el empleado incompetente en cuestión era Andrei. Estaba comprometiendo los vínculos de amistad entre personas a las que unía la publicación del diccionario de embriología. A los niveles superiores llegó un informe comprometedor, y por último Andrei fue llamado a presentarse ante el consejo directivo. Después de eso trabajó como un buey durante dos meses, realizando en ese lapso una cantidad de trabajo que normalmente habría llevado un año. El diccionario de embriología en el idioma de Tierra del Fuego llegó a la letra «B». En ese punto Andrei puso de lado las tarjetas y se ocupó de su propio proyecto.
Andrei había elegido ese claro particular del bosque porque le parecía lo suficientemente alejado como para garantizar que por doscientos años nada lo estorbaría. Había tenido que arreglar para que un camión le trajera las bolsas de cemento. El conductor se había sorprendido cuando Andrei le ordenó que descargara las bolsas en el extremo del bosque. Lo había mirado con ansiedad, pero luego, dando por aceptado que tenía frente a sí a un deficiente mental, se calmó y trepó por la parte trasera del camión. Sus sospechas se calmaron por completo cuando Andrei le pagó. Zangoloteándose sobre el suelo desigual, el camión había partido, dejando a Andrei solo sobre una pila de bolsas.
Había trabajado en el bosque todo el verano. Allí pasó sus vacaciones y otro mes más, pedido sin goce de sueldo; a fines de otoño, las cosas estaban finalmente listas.
Cuando la trampa se cerró sobre él, Andrei encendió la luz. La habitación tenía forma oval, pero con el grado de irregularidad que parece inevitable cuando la tarea de construcción la encara un aficionado.
Andrei probó los sistemas por última vez. Todo funcionaba de manera perfecta. Los puso en funcionamiento otra vez, y luego otra vez más. Sabía que esa era una táctica dilatoria de su parte. Rápidamente, para eliminar toda posibilidad de arrepentimiento, Andrei tomó una píldora para dormir y se acostó sobre una plataforma especial que estaba en el centro del recinto. La luz se apagó. En veinte minutos, cuando él ya estuviera durmiendo profundamente, los sistemas refrigeradores se pondrían en funcionamiento. Andrei cerró los ojos. Le parecía que podía oír el viento que arrastraba las hojas secas en el claro, encima de él.
Había conseguido despedirse de todos. Eso estaba bien. Incluso había saludado a Lena. El corazón de Andrei se contrajo, pero se obligó a pensar en otra cosa.
Durante esos últimos días Andrei no había necesitado realmente ir al trabajo, pero de todos modos había ido y había encarado todo el trabajo que le dieron. Hoy era sábado, su último día en la editorial. Para los otros, ese día no era diferente de ninguno de los días precedentes o de los que vendrían. El lunes, todos se volverían a encontrar dentro de esas mismas paredes. Sólo Andrei sabía que para él no habría lunes, y ese secreto, que no podía compartir con nadie, lo atormentaba un poco.
«Oxigenar», «Oxígeno», «Oxigonio»... Andrei trataba de clasificar las tarjetas, pero no conseguía realizar su trabajo hoy. Miró por la ventana, y luego a Vera, la dactilógrafa, que como ocurría todos los sábados, parecía dedicar todo el tiempo a mirarse en el espejo. Luego Andrei miró las cinco cabezas familiares, como siempre inclinadas sobre cinco escritorios cubiertos de tarjetas, diccionarios y galeradas, y empezó a componer mentalmente un discurso de despedida.
—Mis queridos amigos... y no sólo amigos, —empezaría—. Los dejo, y nunca volveremos a encontrarnos. Me voy hacia el futuro como embajador de nuestra era. Les contaré a las personas del futuro sobre nuestro tiempo y sobre todos ustedes.
Andrei sin duda habría desarrollado el tema si no lo hubiera arrancado de su estado creativo la voz de Vera.
—¡Andrei! Teléfono.
Tomó el receptor.
Era el compilador del diccionario, un digno y anciano caballero que no pudo haber elegido un momento más oportuno para llamar.
—Esto es muy importante —su voz penetrante sonó a través del teléfono—. La palabra «ciego» la tenemos en el diccionario, pero debemos dar la forma diminutiva y superlativa, usted sabe, con el prefijo «pikh-pikh-kha-kha» eso es importante desde el punto de vista de la erudición de la obra.
El viejo era el único especialista en el idioma de Tierra del Fuego, y como tal era el orgullo de los círculos académicos. Había sido alumno del profesor Beloshadsky, quien a su vez había estudiado el idioma con el profesor Starotserkovsky. Starotserkovsky había sido alumno del profesor Wold, y Wold afirmaba haber estudiado con el profesor Beloshadsky. Si de verdad éste era el caso, entonces se trataba de un círculo cerrado y con toda seguridad representaba un fenómeno interesante en el campo de la lingüística.
Andrei se demoró deliberadamente para ser el último en marcharse: quería retirar con comodidad el periódico fijo a la pared para llevárselo consigo. Junto con un grupo de panfletos, periódicos y fotografías de aficionados ya acumulados en la cámara, representaba a lo que mentalmente se refería como «una reliquia de la época».
Andrei quitó cuidadosamente los chinches y el papel se enrolló por sí mismo. La pared pareció súbitamente desnuda.
Aun cuando todo estaba ya decidido, y Andrei sabía que realizaría lo que había planeado, a último momento experimentó la necesidad de impedir toda posibilidad de regreso: la gente indecisa a menudo se obliga a actuar de manera decisiva por tales medios. Como no se le ocurrió ninguna idea más brillante, simplemente hizo un dibujo cuidadoso de los rasgos de la señorita Vetashevskaya, embelleciéndolos con un par de largas orejas de burro; una la pintó erguida, la otra caída. Para que todo fuera final e irrevocable, firmó el retrato: «Estimada señorita encargada de la edición, de Andrei». Atravesando la oficina furtivamente, colocó el papel entre la tapa del escritorio de la señorita Vetashevskaya y el cristal que la cubría.
Andrei salió de la editorial muy exaltado. La misma idiotez de la travesura había servido para ponerlo en ese estado. Ahora no había camino de regreso alguno. Sólo estaba el camino hacia el futuro, donde plateadas naves interestelares remontaban el cielo azul en viaje hacia mundos distantes. Y por eso, ¡era tan agradable descender la blanca escalera sabiendo que sería la última vez!
Mientras recordaba todo esto, Andrei sonrió en la oscuridad. Sólo cuando descendió del tren eléctrico en la estación recordó su reloj. Se lo regaló a un muchachito que pasaba por allí, quien se sintió invadido por una gran excitación ante el inesperado regalo.
Andrei estuvo acostado por algún tiempo sin pensar, y sólo ahora, desde algún punto profundo de su conciencia, empezaba a surgir un sentimiento de pena por el mundo que estaba abandonando. Comenzó a decirse una y otra vez que podría detener el experimento cuando lo quisiera, salir de la cámara y marcharse del bosque. Por un largo rato estuvo tendido, tranquilizado por el pensamiento y sintiéndose bien. Pero cuando trató (o le pareció a él que había tratado) de incorporarse, una especie de densos copos negros cayeron de pronto de algún punto del cielo raso, y ya no pudo levantarse más...

Sólo pasó un momento, un momento indescriptiblemente breve, y la conciencia empezó a volver de manera lenta. Flotaba como un punto dorado frente a él, elevándose de las negras profundidades de la inexistencia y aproximándose. Entonces aparecieron algunos círculos y comenzaron a unirse en el centro con rapidez cada vez mayor hasta que se congelaron, temblando levemente, y se convirtieron en la pequeña lámpara eléctrica que estaba encendida arriba de Andrei. La lámpara daba un leve resplandor de tonalidad rojiza.
De inmediato comprendió dónde estaba y qué significaba despertar, pero siguió acostado e inmóvil por un largo rato. Se sentía espantosamente, como un enorme casco congelado, y sólo su mente parecía estar activa. Podía sentir la pétrea inmovilidad de su cuerpo y temía moverse: estaba asustado del irremediable pánico que lo invadiría si no lo lograba. Además, si la temperatura no se elevaba para que su carne pudiera recuperar la vida, no sería capaz de elevar el trozo de hielo en que se había convertido su mano para hacer girar el calefactor un poco a la derecha... un poco a la derecha... un poco a la derecha...
Movió sus dedos, luego la mano. Resultó más fácil de lo que esperaba. Unos segundos después Andrei estaba sentado.
Abrió la trampa con alguna dificultad. En lo alto, se veían brillar las estrellas. De pronto, volvió a sentirse invadido por el temor. Esta vez era el temor del mundo desconocido y extraño que tantos esfuerzos había hecho por encontrar. Ahora ese mundo estaba acechándolo en algún punto exterior, esperándolo.
Una sensación de infinita soledad lo invadió. Aun las tumbas de los hombres que una vez él conociera habían sido olvidadas hacía mucho, mucho tiempo. Sólo ahora experimentaba realmente la irrevocabilidad de lo que había ocurrido, y sentía toda la crueldad del destino que él mismo se había preparado.
Irguiendo la cabeza, Andrei empezó a subir lentamente los escalones.
Andrei se esforzaba para no pensar en lo que ahora aparecería, ante sus ojos: una estepa quemada, llena de cenizas, y horizontes muertos, deshabitados; una ciudad blanca de brillante plástico, o un mundo desprovisto de seres humanos, todos destruidos por las epidemias traídas por aquellos que habían estado en otros planetas.
Andrei estaba preparado para todo. Subió el último escalón y miró.
El bosque se extendía a su alrededor. El viento arrastraba las hojas secas entre los arbustos.
Andrei se rió. En algún punto lejano un pájaro trinó. Decidió caminar en la dirección en que había venido hacía doscientos años. Caminó por algún tiempo. Posiblemente había pasado muchas veces sobre el lugar que ocupaba la antigua línea de ferrocarril, desde mucho tiempo ya sepultada bajo una capa de tierra y el bosque que se había formado encima. La noche continuaba, y aún no podía encontrar ninguna salida en el bosque.
Si no llegaba a alguna parte por la mañana, debería volver a su cámara, ¿pero habrían sobrevivido las provisiones que llevara consigo?
Andrei abrió un paquete de glucosa y se obligó a tomar unas pocas tabletas.
Estaba empezando a amanecer.
El bosque inesperadamente se tornó menos denso y Andrei descubrió de pronto una larga plataforma y junto a ella lo que una vez él habría llamado vagones de tren. Un temor atávico y absurdo de perder el tren lo dominó, y para su sorpresa se halló repentinamente corriendo hacia la plataforma. No tuvo tiempo de mirar a su alrededor o de pensar; apenas hubo trepado cuando el aparato empezó a moverse y, tomando velocidad, enfiló hacia algún punto, dejando atrás el umbroso bosque.
Andrei estaba solo en el amplio compartimiento, que le recordó de alguna manera los coches suburbanos de su época. Incluso los asientos estaban cubiertos con esas láminas de plástico que imitaban fielmente la textura de la madera.
Cuando algún tiempo después pasaron el límite del bosque, el azoramiento de Andrei creció aún más. Había estado preparado para todo, pero no para esto; era una civilización muy extraña, una civilización que deliberadamente, si bien no siempre con éxito, imitaba el pasado. El tren marchaba sin detenerse frente a pequeñas casas con antenas en forma de T en sus techos, frente a estaciones construidas con materiales desconocidos pero en el estilo que Andrei conocía tan bien.
Entonces vio gente: dos hombres y una mujer que caminaban entre los campos. El corte de las ropas ya no sorprendió a Andrei, y cuando el tren se detuvo poco después, vio que las pocas personas que subían estaban vestidas más o menos igual a él. Nadie le prestó atención. La gente se acomodó en el coche de a uno o de a dos. Algunos estaban hablando tranquilamente sobre algo, pero Andrei no podía oír palabras, sólo veía sus rostros, que eran inteligentes y amables. Sí, así era como debía parecer la gente del futuro. ¡Pero qué mundo extraño era éste!
Andrei había leído una vez sobre villorrios de Polinesia que no habían cambiado su aspecto por miles de años, y de ciudades de la Edad Media que habían existido sin cambios por siglos. Verdad, los saltos abruptos y los cambios en todos los campos habían sido característicos de la época en que él mismo había vivido una vez, en la tecnología, la arquitectura y el aspecto externo del mundo. ¿Pero sobre qué base se podía afirmar que esa tendencia seguiría por siempre? ¿Acaso no podía el progreso tomar algún otro curso que no fuera el cambio de la apariencia externa del mundo?
El tren había aminorado la marcha y se detuvo. Todos descendieron y el coche quedó vacío. También Andrei fue hacia la puerta. Se paró en la plataforma que se veía exactamente igual a la plataforma de cualquier estación del pasado. Debería buscar algún lugar donde sentarse y poner en orden sus pensamientos, elaborar algún plan de acción.
De pronto una voz surgió de alguna fuente desconocida... una voz alta y orgullosa cuyas palabras pasaban por encima de las cabezas de la multitud. Unos pocos pasos más y Andrei empezó a distinguir las palabras y sintió una gran tensión dentro de sí...
«Los trabajadores de la ciudad y el campo se están preparando para el gran día. Un entusiasmo sin precedentes impera estos días en fábricas y construcciones... Inspirado por el interés en...»
Una idea terrible, casi increíble, pasó por su mente. Andrei sintió que la plataforma cedía bajo sus pies. Con andar vacilante, dio unos pocos pasos más y se detuvo. Directamente frente a él estaba el puesto de los periódicos.
Levantó la mirada y leyó el nombre del periódico. Y el año. Y el día.
Según parecía, había dormido un poco más de veinticuatro horas. Era lunes...
Andrei se desplomó sobre la valija de alguien y sintió que lo tocaba desde atrás una mujer que empezó a gritar algo... era su valija aquella sobre la que Andrei estaba sentado, y a ella no le importaba nada él ni lo que le había ocurrido. Tampoco a la gente que pasaba apurada a su lado, caminando hacia sus destinos. A ellos no podía decirles, ni gritarles ni explicarles lo que había ocurrido.
Cuando la conmoción del primer momento hubo pasado, Andrei, para su propia sorpresa, no se sintió desilusionado ni decepcionado. En algún rincón de su corazón surgió la cobarde alegría de haber escapado, y ese mundo y esa gente, a quienes se preparaba tan despreocupadamente a abandonar, ahora le parecían mucho más importantes que todas las épocas y los mundos futuros. En todo caso, Andrei estaba seguro de una cosa, de que nunca podría obligarse a reincidir en el proyecto. Pero entonces se acordó de la señorita Vetashevskaya. ¿Qué sería de él ahora? ¡Si ella había llegado ya a la oficina, estaba perdido! Ahí y entonces comenzó una carrera entre Andrei, que forzaba su paso agitadamente por entre la multitud que estaba en la plaza frente a la estación, en busca de un taxi, y Vetashevskaya, que en ese momento subía con calma la gran escalera. Ella contestaba los saludos y de tanto en tanto se detenía para pronunciar unas pocas palabras condescendientes. Cuando Andrei finalmente se acercó a un taxi, se oyeron los gritos de enojo que surgían de la larga cola, rebosante de niños y valijas. Una vez más, las palabras eran inútiles y los gestos no podían ayudarlo... la gente le gritaba cosas a la cara y le mostraban el puño amenazante. Cuando por fin subió a un taxi, la aguja pequeña del gran reloj de la estación se había movido de manera notable hacia la derecha, acercándose, tal vez superando, el punto que marcaba la hora fatal. En él mismo momento en que Andrei cerraba con un golpe la puerta del taxi, Vetashevskaya atravesaba el umbral de la puerta de su oficina. Mientras corría por las escaleras, Andrei sentía los latidos de su corazón y los familiares escalones blancos parecían huir hacia arriba, era como si nunca pudiera alcanzar el rellano en la parte superior. Cuando vio la puerta abierta de la oficina, fue como un sueño terrible. Estaba sentado todo el personal ejecutivo y el director; y Vetashevskaya, cuyo rostro se había descompuesto en manchas doradas, les estaba mostrando el retrato. Aun a la distancia Andrei podía distinguir las orejas de burro, una erguida, la otra caída.
Por alguna razón, nadie miró en dirección a él, y cuando Andrei trató de hablar, o más bien de gritar algo, pudo sentir que sólo sus labios se movían... pero la voz no surgía.
En ese preciso momento sintió que se enfriaba y empezó a entender porqué nadie lo miraba. Sobre la alfombra, donde hubieran debido estar sus pies, no había ningún pie. No había absolutamente nada de él; pero ni siquiera tuvo tiempo para sorprenderse, porque desde algún punto superior empezaron a caer otra vez esos densos copos negros.
Andrei yacía sobre la plataforma en el centro de la cámara ovalada de ladrillos, enterrada en el subsuelo. No estaba vivo y no estaba muerto. Sobre su frente se estaba acumulando la escarcha.
Despertaría en doscientos años.

FIN

Publicado en: Antología de ciencia ficción soviética.
Grupo editor de Buenos Aires, 1975.
Edición digital: Sadrac.

jueves, 24 de junio de 2010

¿NO HAY COMUNICACIÓN CON MACONDO? de Leonid Panasenko

Panasenko, Leonid. Nace el 25 de abril de 1949 en Perkovich pueblo remoto de Ucrania, donde no había electricidad.
Su padre le enseñó a leer libros sobre ciencia ficción y ultrasonido. Quería ser químico, biólogo o físico inventor. Ayudando a su padre construyó un telescopio. Su padre muere en 1958 y él entra al internado Lyubitivsky, donde terminó secundaria. En 1974, se graduó en periodismo en la Universidad Estatal de Kiev. T. Shevchenko.

Veía en sueños a pordioseros desdentados, abriendo pedigüeña y quejumbrosa­mente el abismo de la boca. Lo asían de la ropa, mugían, y él, estremeciéndose de lástima y repugnancia, sacó del bolsillo un puñado de dientes sanos, blancos como el azúcar, y los arrojó a los mendigos… Los haraposos muti­lados se echaron al suelo y se trenzaron en el polvo del camino, recogiendo esos frijoles deslumbrantes para poblar con ellos la boca. Les arrojó otro puñado, y otro más, hasta que una voz imperiosa dijo a sus espaldas:
―Ahora llévalos hasta el agua, cúrales las heridas y lávales las costras. Son tus hijos.
Quiso objetar que únicamente Dios podía hacer eso, pero no se atrevió. Condujo a la caterva hasta el río, repartiendo por el camino muelas a quie­nes no les habían alcanzado.
―No olvides de recoger sus costrillas —le recor­dó la misma voz a la espalda—. Júntalas y quémalas. Y fíjate que se quemen bien hasta el fin; de lo contrario volverán a cubrir los cuerpos de los hom­bres.
Sonó el teléfono. La pesadilla se interrumpió: los mendigos retrocedie­ron y se esfumaron en las penumbras del dormitorio. Las llamadas eran largas y exigentes; debía ser de otra ciudad.
—¡Hola! —dijo Gabriel, apoyándose somnoliento contra la pared.
Algo chasqueaba y murmuraba en el tubo, como si hasta allí llegara el zumbido de los hilos telefónicos, que corren desde la ciudad a través de la maleza intransitable y la ciénaga, que se encaraman de noche a los montes y cruzan las sabanas sacudidas por el viento.
—Hable —repitió el escritor, ya irritado. En el aparato algo murmuraba monótonamente: en el otro extremo caía una lluvia interminable.
―¿De modo que vendrás, padre? —brotó inesperadamente una voz masculina, tal como si continuara una conversación interrumpida, y en el tubo se o­yó la señal de que se había acabado la conversación.
Gabriel bostezó. Menos mal que alguien había errado el número, o la cen­tral se había equivocado. Más vale levantarse de noche que repartir en sue­ños dientes a los pordioseros. No volvió al dormitorio ―pues dudaba de que pudiera conciliar el sueño―, sino que se acostó en el gabinete. Si no se dormía, podría encender la lámpara de mesa y trabajar un poco.
Por lo visto, se quedó adormecido. El teléfono tronó de improviso y vol­vió a asustarlo, porque las llamadas nocturnas siempre son misteriosas y significan una desgracia o la tontería de alguien. Por cierto, la tontería aje­na también es una desgracia.
—¿Todavía no se ha cansado? —preguntó furioso el escritor, cuando en lu­gar de respuesta oyó algo así como el susurro de la lluvia o la respiración de alguien.
Esta vez la lejana voz pertenecía a una mujer. Se perdía entre la maraña de hilos, caía a la ciénaga, se aferraba a las lianas. Además, el viento de la sabana la sacudía, despiadado:
—Perdona, padre… —dijo la mujer—. Tenemos un solo aparato para toda la ciudad… Todos quieren oír tu voz… otra vez llueve… Te hemos enviado frutas…. y una cesta… te llamaremos…
Una vez más se oyeron los sonidos intermitentes.
—Para qué necesito vuestras frutas —murmuró Gabriel, lamentándose de que esas tontas llamadas pudieran despertar a su esposa y a sus hijos—. En Bogo­tá sobran los padres que tienen muchos hijos. Pero ¿qué tengo que ver con esto, maldita sea?
Para asombro suyo, volvió a dormirse tan profundamente, que no soñó na­da, sin sospechar que no en vano el subconsciente le había enseñado a los mendigos, ni que las llamadas nocturnas se trocarían en ajetreos asombrosos e inverosímiles.

Cuando desayunaban irrumpió en la casa un viejo amigo de Gabriel.
—Ahora se explica —dijo, sin recobrar el aliento—. Por supuesto, no has abierto los periódicos matutinos.
—Hace mucho que no creo que los diarios puedan sorprender al mundo —son­rió el escritor—. Además, ¿no te emociona el aroma de este exquisito café?
—Lo que me emociona es este artículo —dijo el amigo—. Mañana lo reproducirán en todos los diarios del mundo.
Gabriel recorrió con la vista el texto impreso bajo este llamati­vo título:
¿Materialización de una invención, o efecto de “hemeralopía”?
»En la cuenca del río Magdalena, en los poco accesi­bles bosques tropicales, se ha encontrado el poblado de Macondo, que coincide exactamente con el pequeño mundo perdido pintado en la novela de nuestro notable escritor Gabriel… Los nombres de sus habitantes y sus biografías, así como la historia de la pequeña ciudad, concuerdan con la invención del escritor que, como se sabe, dijo que Aracataca, la ciudad de su infancia, había sido el prototipo de Macondo.
»Así pues, cabe preguntar: ¿qué es esto? ¿Un milagro? ¿La materializa­ción de la inventiva de un genio? ¿O la revelación del efecto de hemeralo­pía, es decir, cuando nos pasamos años y años sin advertir lo que tenemos textualmente delante de las narices?
»En efecto, sería más razonable suponer que Macondo ha existido siempre y que nuestro egoísmo y egocentrismo nos han nublado la mirada. El profesor Maurice Lavanture, negando que Macondo sea el producto semimístico de la sustancia de la imaginación, declaró a nuestro corresponsal: “La civilización, en su ciega huida a ninguna parte, lo que algunos optimistas denominan progreso, se olvida y pierde no sólo poblados extraviados como Macondo, sino incluso países y pueblos ente­ros. En última instancia, el olvido total o parcial es nuestro destino co­mún. No dudo de que el maestro Gabriel, cuya pluma posee el don de desnudar el mundo, simplemente sintió lástima del Macondo real y de sus habitantes, y los ocultó tras el velo de la invención. Pero ¡ay!, en la naturaleza no existen velos eternos. También éste cayó”.
El autor terminaba el artículo prometiendo a los lectores que en el nú­mero siguiente publicaría las aclaraciones del célebre compatriota.
—¿Qué significa esto? —interrogó Gabriel, desconcertado.
—Tú lo sabrás mejor —se encogió de hombros su amigo.
—¡Pero si no existe ningún Macondo! —exclamó el escritor, y tiró el dia­rio—. Claro que algo tomé de Aracataca… Pero ¿qué tiene que ver Macondo?
—Debías haber escrito peor —le espetó su amigo.
—¿Qué? ¿También tú crees en este disparate? —se asombró Gabriel—. ¡Bueno, esto ya pasa de castaño oscuro!
—Es difícil inventar algo semejante —replicó su amigo—. Además, ¿para qué? Tal vez sea un error o una coincidencia, y los periodistas se han apresurado a inflar este caso sensacional. De todos modos, esto no te hace falta para nada. Mantén a distancia a los periodistas; si no se echa leña a la hoguera, se apaga más rápido.
El escritor recordó las extrañas llamadas nocturnas y se quedó helado. ¿Y si en realidad se había producido el milagro? Quizá sus propias criaturas habían tratado de hablar con él desde el perdido Macondo… Le decían “padre”, y que todos querían escuchar su voz…
No. Un poco más, y podía per­der el juicio.
—¿Qué debo hacer? —interrogó desconcertado—. ¿Y si en realidad todo ha… revivido?
—Pues déjalo que viva —se echó a reír su amigo—. Tu Macondo imaginario hace mucho que ha cobrado vida real en la mente de los lectores. Nada cambiará. Absolutamente nada. Claro que te añadirá más de un trajín, pero a mi entender no hay otra variante.
Gabriel levantó el diario y lo recorrió una vez más con los ojos. Sus cejas, comúnmente jocosas, cayeron, comunicando una expresión reflexiva al rostro.
—¿Sabes qué te digo? Les tengo miedo. No al hecho en sí, pues ya antes so­lían darse milagros, sino a ellos. Porque soy yo quien les ha dado el destino: el nacimiento, las alegrías, las penas y, por último, la muerte. Para ellos soy el Creador, ¿comprendes? Si llegan a venir y preguntarme…
—¿Qué? —se sorprendió su amigo—. Ellos tienen que adorarte. Es el sino de todos los creadores: recibir la gratitud…
—… y las maldiciones —continuó Gabriel, y miró hacia el teléfono.

Al atardecer se presentó un mensajero de la estación; dijo que los ser­vicios ya estaban pagados y sólo quedaba por firmar el recibo. Luego introdujo cuatro cajas de cartón con frutas, un enorme racimo de bananas y con toda cautela depositó una cesta con huevos.
«Entonces, ¡es verdad!», pensó el escritor. «Anoche la mujer habló de frutas… También mencionó la cesta. Entonces, ¡todo esto viene de allá!»
Recordó su Macondo, y los confusos temores cobraron por primera vez la forma de una idea nítida y punzante, que antes le había molestado como un clavo en el zapato.
«En el libro he cerrado el círculo de la vida de Macondo. Al final de la novela, Aureliano Babilonia lee los pergaminos de Melquíades que contie­nen la historia de la familia Buendía con cien años de antelación. Empieza el huracán. En las últimas líneas de las predicciones se dice que “la ciu­dad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y deste­rrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilo­nia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
»Y cerré el círculo. Pero la ciudad de los espejismos se convirtió de pronto en realidad. ¿Qué habrá ocurrido? Quizá Macondo no haya terminado todavía su recorrido… o tal vez no se cumplieron las predicciones. ¿Quizá Aureliano comprendió en qué terminaría el viento si leía el pergamino hasta el fin? La naturaleza me da a entender, de este modo, que la muerte del ente no es la salida. Pero, por otra parte, cualquier ciclo de la vida tiene su culminación. El Macondo de mi novela lo ha agotado todo; su resurgimiento es imposible. Tal vez se trate de otro Macondo.
»Decenas de interrogantes… Sin embargo, el principal es: ¿Para qué necesito todo esto? ¿Por qué he de derrochar el precioso tiempo en estos enredos del diablo, y desgarrarme el corazón con preguntas absurdas?»

Gabriel no pudo explicar a su esposa de un modo muy coherente para qué había encargado tanta fruta y huevos. Luego se encerró en el gabinete y trató de concentrarse en el último capítulo de un relato. Escribió unas frases, las tachó y dejó la pluma. Detuvo la mirada en los estantes, donde estaban apretados sus libros. Sus hijos habían acudido a él desde todos los países, en todas las lenguas. Recordó una de las innumerables cartas; la había recibido unos cinco años atrás de Francia, si no se equivocaba. El lector, lue­go de darle las gracias habituales, le hacía una pregunta que lo había dejado perplejo: “En la mayoría de los casos sus protagonistas son desdichados, y sus vidas terminan de un modo fatal —escribía el francés—. ¿No le parece que usted es un tanto cruel con ellos?”. Contestó al lector con una larga carta, haciendo de entrada la reserva de que no intentaba justificarse, y en dos hojas le demostró lo siguiente: al escritor le interesa la verdad de ­la vida; la que es cruel e injusta es la vida, y no el hombre que la ha des­crito. Yo podría embellecer al protagonista, había escrito, porque amo a la gente. Pero no me atrevería a embellecer la vida, por muy buenas intencio­nes que tuviera. ¡Jamás! De lo contrario, una mentira arrastraría a otra, y la mentira se haría infinita, como la lluvia en Macondo.
—Te llaman por teléfono —interrumpió la esposa sus pensamientos; dio un salto tan brusco que se cayó de la silla de mimbre.

Gabriel no había oído nunca esa voz, pero algo hizo que la reconociera, y se estremeció: en su novela, precisamente Babilonia daba cima al ciclo de la vida en Macondo.
—Aureliano —dijo, temblándole la voz—. ¿Cómo vives? ―era todo oídos, pero preguntó con voz entrecortada—: ¿Qué te pasa? ¿Lloras?
—Aquí todo se viene abajo, padre —los sollozos quebraban la lejana voz de Aureliano—. Estoy al borde de la muerte. ¿Dónde encontrar la cadena que desencadene el corazón, padre?
—¿Está arremetiendo el viento? ¿Ya pasó el huracán? —Gabriel retuvo la respiración, esperando la respuesta.
—Todo se ha entremezclado, padre. Este verano ya hubo tres huracanes, que destruyeron la mitad de Macondo. Todos mis amigos se han marchado. Pero eso no es lo más terrible, padre… —la voz de Aureliano volvió a cortarse—. ¡Regresó Gastón!
—¿Cómo? —se pasmó el escritor—. ¡Pero si se había quedado en Bruselas!
—¡No! —gritó desesperado Aureliano—. Estuvo allí una semana y regresó… ¿Qué hacer ahora? No puedo vivir sin Amaranta Úrsula… ¡Tú lo sabes, padre! ¡Todo debía ser de otro modo! Mejor morir que vivir separados…
«La realidad del verdadero Macondo no es adecuada a la verdad del libro», pensó el escritor con amargura o con alivio, y preguntó:
—¿Y que hace Gastón?
—Azotó a Amaranta y amenazó que me perforaría las tripas. Está fuera de sí de ira. No sé dónde lo habrá olfateado… quizá haya leído tu libro; pero sabe que hemos vivido como marido y mujer.
—¿En qué puedo ayudarte, hijito? —la última palabra se le escapó sin querer, y Gabriel apretó fuerte el tubo del teléfono.
—No sé —Aureliano sollozó—. Que todo vuelva a ser como fue. Que sea co­mo lo has ideado tú, porque tú eres nuestro padre común. ¡Haz algo!
—La vida es la vida, hijo mío —dijo el escritor, sintiendo cansancio y un mortal vacío en el pecho—. Es demasiado fuerte como para someterse al libro.
—Pero yo pereceré sin Amaranta. Nuevamente escucho a hurtadillas cómo hace el amor con Gastón, y chilla como una gata. Por las noches destrozo su camisón con los dientes; los recuerdos me paralizan el corazón.
—Es probable que el regreso de Gastón no cambie nada —dijo cautelosamente el escritor, meditando cómo podría modificarse el argumento ideado por él—. Si tienes un hijo…
—¡No, no! —se asustó Aureliano—. El amor me ha hecho perder la cabeza, y Dios sabe lo que te he dicho. No quiero que muera Amaranta, como en tu libro. Mejor, entonces, que viva con Gastón.
—Te has enredado en tus deseos, hijo —el corazón comenzó a dolerle por la emoción—. No puedo cambiar el curso de la vida. Es más fuerte que nosotros.
—Dame un consejo, padre —rogó Aureliano—. No emprendas nada, pero dime: ¿qué debo hacer en adelante?
—No lo sé —respondió quedamente el escritor—. Los consejos todavía no han hecho feliz a nadie, Aureliano. Ya no los podré ayudar a ninguno de us­tedes, hijito. Recuerda bien esto y trasmíteselo a los demás. Han traspasa­do los límites del argumento, y yo no soy más su… padre. En la vida verdadera nada se me somete.
Depositó cuidadosamente el tubo sobre la horquilla y se acercó al botiquín, para tomarse un sedante.

—¿Qué ocurre que estás tan pálido? —advirtió su esposa durante la cena.
Gabriel asintió con gesto ausente. Su esposa dijo algo más. Volvió a asentir, sin acertar, pues estaba enfrascado en sus agobiantes pensamientos.
—No oyes lo que te dicen —le reprochó ella—. Hace media hora una mujer se metió en el jardín. Una mulata. Miraba por las ventanas y asustó a nues­tro pequeño.
—Debías haberme llamado —se encogió de hombros y se puso a pelar pensativo una banana.
―El chico gritó, y ella se escapó —explicó su esposa—. Entonces es asunto acabado.
Sólo deseaba que terminara cuanto antes esa tarde sofocante, que augu­raba tormenta; que la noche acostara en la cama a su familia y por fin pudiera estar solo. Debía reflexionar y sopesarlo todo. Lo tranquilizaba que el descubrimiento de Macondo no hubiera provocado demasiado alboroto. Claro, hubo que despachar a varios periodistas, pero la noticia del milagro no se había convertido en un hecho sensacional. Difícil juzgar porqué. Al parecer, tenía razón ese profesor: perdemos tanto y somos tan indiferen­tes, que el hallazgo de una villa diminuta —no importa que hubiese nacido de un modo fantástico e increíble, entre el humo y las llamas de una explo­sión de la imaginación humana— no había conmovido especialmente a nadie. Quizá hubiera otra explicación, quizá la gente comprendiera cuán penoso y difícil era eso para él y con su silencio y tacto quisiera decirle: este a­sunto solamente te atañe a ti, Gabriel, piensa…
Salió del jardín y se paseó hasta que se apagaron las luces en la casa. La lluvia lenta y templada coincidía perfectamente con su estado de ánimo. La lluvia le mojó los cabellos y le pegó la camisa al cuerpo. Hasta los ci­garrillos se humedecieron, y Gabriel volvió a la casa para encender uno. Había dejado abierta la puerta del hall, pensando pararse después en el um­bral para escuchar el murmullo de la lluvia, que calma más que cualquier remedio… Algo susurró a sus espaldas, ondeó en el aire: Gabriel miró hacia atrás.
En el umbral de la puerta vio a una mujer joven que lucía un floreado vestido de seda. Al parecer, también ella había vagado largo rato bajo la lluvia: los cabellos negros brillaban húmedos, el vestido, puesto sobre el ­cuerpo desnudo, se había adherido, mostrando todas las sinuosidades evidentes y ocultas. En el rostro y en los modales de la mujer se combinaban en forma sorprendente la pureza y la pericia en los secretos más atrevidos del amor.
«Decidieron que el teléfono no podía sustituir al trato vivo, y le enviaron al Padre a esta beldad descalza», pensó con amarga ironía.
—¿Eres tú quien ha estado esta tarde curioseando por las ventanas? —le preguntó, cayendo de pronto en la cuenta.
—Perdona —dijo la mujer; su voz prometía el paraíso—. No quise asustar a tu niño. Te buscaba a ti.
Hizo un leve movimiento con los pies, y los oscuros pezones de sus pechos, trasluciendo bajo la seda mojada, trepidaron amenazantes.
—A ti te han enviado… —comenzó a decir Gabriel, pero la inoportuna huésped lanzó una carcajada despectiva y lo interrumpió.
—¡Quisiera ver al insensato que se atreviera a darme alguna orden! Que le pregunten a los huesos de mi abuela en qué termina eso.
—¡Eréndira! ¡La cándida Eréndira! —exclamó el escritor.
Dio un paso ha­cia la mujer y la abrazó fuertemente, como a una hija que no había visto en muchos años. Eréndira lo cubrió de besos, y en cierto instante Gabriel com­prendió, de improviso, que no había en ellos el menor indicio de los besos de una hija. En sus labios ansiosos y expertos sólo había pasión, nada más que pasión. Se desprendió torpemente del abrazo y retrocedió perplejo.
—Tu bolso… —dijo, señalándolo con los ojos—. Se ha caído…
Del bolso cayeron unos papeles, recortes de diarios y revistas. Eréndi­ra se inclinó para recogerlos, pero su brusco movimiento los dispersó. Ga­briel vio que eran retratos suyos, impresos en periódicos y revistas recientes y de hacia muchos años, ya amarillentos.
—¿Para qué los quieres? —se asombró.­
Eréndira se estremeció como si la hubieran golpeado y alzó la mirada.
—Cándida fui en otros tiempos —dijo, sombría. Sus ojos restallaron—. Re­salta irónico…
Se quedó cavilando en algo muy suyo y se sentó desalentada en el suelo, mientras sus ojos pescaban al vuelo el mínimo movimiento de Gabriel.
―Resulta absurdo —repitió, obstinada y como si se interrogara a sí mis­ma—. Debería odiarte: me has dado un destino asqueroso y me has puesto por precio veinte centavos. En otros tiempos, en comparación conmigo todas las prostitutas del mundo eran santas. Yo he triunfado, huí llevándome el oro de la abuela… Y en lugar de odiarte con toda el alma y con todo mi oro, me estoy achicharrando en la hoguera de un amor sin sentido…
—¿Qué te ocurrió después? —preguntó Gabriel. Le parecía que le azotaban el corazón con ortiga.
—Pues tú debes saberlo —Eréndira se encogió de hombros—. Cuando Ulises acuchilló por quinta vez a esa desalmada, echamos a correr. Pero Ulises era débil; le dieron alcance a orillas del mar. Medio año más tarde murió en la cárcel… y yo me marché. Al cabo de cuatro años me fui a Macondo, y allí descosí el chaleco de la abuela con los lingotes de oro. Los años siguientes viví como la hierba. Tardé mucho en saber de ti. Después comenzó todo esto… —Eréndira señaló rendida los recortes—. En este amor no había más sentido que en mi vida nula.
Se incorporó de golpe, suave y ágilmente, como una fiera.
—Oye —susurró con ardor la mulata, rozándolo con el pecho—. Soy bella, y tú no eres un santo, yo lo sé. Oye, amado mío. Veinte centavos asignaste por mí, y yo por esta noche te doy todos los lingotes de oro. ¡Sácame de aquí!
—Has inventado esta pasión —sonrió Gabriel—. Todas las chiquillas se enamoran de los artistas y de los escritores. Luego se les pasa ese enamora­miento infantil, y se olvidan para siempre de sus ídolos.
—Soy mujer, mil veces mujer; tú lo sabes perfectamente —dijo furiosa Eréndira.
—Todavía eres una niña —objetó suavemente el escritor—. Has vivido pri­mero la vida de una persona mayor, y ahora has retornado a la infancia. El hombre no puede morir sin haber sido niño.
—Pero yo te quiero —murmuró Eréndira—. He soñado contigo.
—No debe confundirse lo infantil y lo propio de los mayores —dijo Ga­briel, recogiendo los retratos—. No todo se puede amar con la boca, las ma­nos y el cuerpo. Hay que dejar algo para el alma. Es el amor que siempre nos falta. A ti, a mí, a todos. ¿Comprendes?
—Tu alma está ocupada —replicó Eréndira, enardecida—. Con el trabajo, con la familia, con los amigos.
—Allí se encontrará todavía un rinconcito —dijo, y se sintió aliviado. Contemplaba a la mulata con ternura y admiración—. Puedes no creerme, pero te he querido ya entonces, cuando por primera vez creaba tu imagen.
—Me tenías lástima, pero no me querías —Eréndira guardó los recortes en el bolso—. No es lo mismo.
Echó una mirada al pequeño reloj de oro, que colgaba como una gotita de la muñeca morena.
—Dentro de una hora y media parte el tren —dijo la mujer, y sacó un cigarrillo—. Hagamos de cuenta que, para comenzar, no estuvo del todo mal. Te he visto, y tú a mí. No me has echado ni ofendido, y me has prometido un rinconcito en el alma… —sonrió tristemente.
—Te llevaré a la estación —le propuso Gabriel.
La mujer negó con la cabeza y salió del hall. Su vestido estampado se diluyó de inmediato en la oscuridad, y sólo la llamita del cigarrillo flotó unos instantes en el jardín, como una luciérnaga. Luego también desapareció.

Las visitas se marcharon bien pasada la medianoche. De lo bebido ―y había bebido mucho―, sentía un ligero mareo. La esposa se había ido a su cuarto. Gabriel escanció la copa de vino y decidió llamar por teléfono a su amigo.
—¿No duermes? —preguntó, y se le quejó—. Mis protagonistas se han hecho la mar de insolentes. Llaman cada día, como si fuera senador de su departa­mento. ¿Qué ocurrirá con el mundo, si todo lo creado por la imaginación co­mienza a materializarse?
—Cálmate —dijo el amigo—. Durante mil años no ha ocurrido nada semejan­te, ni ocurrirá en adelante. Has tenido suerte y, para colmo, te quejas.
—¡Pero si no me dejan trabajar! —replicó Gabriel—. Este desbarajuste dura ya dos semanas; en este tiempo no he escrito una sola línea. ¿Qué pien­sas, Macondo es un premio o un castigo?
—Es como los hijos —suspiró el amigo—. Son nuestra dicha y también nuestra perdición. Vete a dormir, filósofo.
—Pues no —refunfuñó el escritor, colgando el tubo—. Se me ha ocurrido algo. ¡Les ayudaré! A ellos y, de paso, a mí…
Fue a la cocina. Recordando los cuentos de la abuela Tranquilina, que había escuchado entusiasmado de niño, arrancó una pluma de un viejo abanico y en los cajones de la cómoda encontró un paquete de nueces. Faltaba algo… ¡Ah, sí! La vela.
—Ahora haremos orden en el Universo —se rió, entregado a los preparativos para la brujería.
Encendió la vela y se hecho sobre el dedo varias gotitas de cera. Des­pués colocó en el cenicero la cáscara de nuez y la pluma, les prendió fuego y comenzó a frotar rápidamente el dedo, repitiendo:
—¡Márchate cera, sepárate! ¡Disípate junto con las preocupaciones! Las mías y las de ellos… Que vivan como quieran —añadió, para más seguridad.
La pluma terminó de arder, lanzándole a la cara el olor del humo pesti­lente. De pronto, Gabriel se asustó. ¡Había algo que no debía haber dicho bien! Quizá no lo comprendieran debidamente… No podía ni quería desprenderse de las preocupaciones al precio de Macondo. ¡Que vivan! Cien, o mil años. Pero que lo incordien menos con sus problemas y angustias… Ahora había formu­lado bien su deseo. Incluso lanzó un gemido, creyendo, como en la infancia, que el conjuro se cumpliría de inmediato.
Acto seguido recordó otro cuento de la abuela Tranquilina. ¡Sí, sí! Decía que cuanto más se resista al dolor, más fuerte será el encantamiento.
—Salva a Macondo… —susurró Gabriel, dirigiéndose no se sabe a quién, y puso el dedo sobre la llama de la vela.
Un dolor intenso le hizo recuperar el sentido, pero no retiró la mano. Y cuando ya no podía resistir más, sonó el teléfono.
—¡Eres tú! —se alegró Gabriel de oír la lejana voz de Eréndira—. ¡Qué buena eres, que has llamado! ¿Cómo está Macondo? ¿Qué hay de nuevo? ¿José recubrió el tejado? ¡Magnifico! ¿De qué farmacia hablas? Ah, sí… ¿A la boda? Iré. Con toda la familia… Has hecho bien, pícara. ¿Y allá nueva­mente llueve? Perdona, oigo mal… Sí, diles en el Hotel de Jacob que me re­serven dos habitaciones… Qué flores son…
Perdió la sensación del tiempo, tratando de prolongar la conversación que ya no trataba de nada en especial, y alegrándose de que su criatura viviera y que, al parecer, incluso comenzara a resurgir, contrariamente al sentido común y al argumento de la novela.
La voz de Eréndira se perdió y reapareció.
—Comprendo, la lluvia —gritaba en el tubo, olvidándose de que podía despertar a la esposa—. Hola, hola… —en vano; el sonido se pierde en la ciénaga—… Cuéntame algo más.
La voz de Eréndira se cortó de pronto a mitad de la palabra. Gabriel gritaba y soplaba en el tubo, golpeaba los contactos del aparato, pero Eréndira no respondía.
Llamó a la central telefónica.
—¿Por qué han interrumpido la conversación? Si el abonado no tiene dinero, pase la suma a mi cuenta —exigió.
—¿Con quién hablaba? —preguntó la telefonista.
—¡Macondo! ¡Necesito hablar con Macondo!
—Con Macondo no hay comunicación —respondió una voz somnolienta.

FIN

Publicado en: Revista Cuasar nº 7 - Editorial Anteo.
Edición digital: Priapus.
Revisión: abur_chocolat.