lunes, 28 de junio de 2010

...Y LA ATLÁNTIDA SE HUNDIÓ de Anton Donev

Donev, Anton (1927-1985) Médico de profesión, escritor y artista por vocación.

—Así pues, ¿sigues pretendiendo que dos más dos son cuatro? —el gran sacerdote Krts levantó ambos brazos en señal de horror e invocó a la Luminaria Mlrprvlttsl, que relucía suavemente al otro lado de la ventana.
—Sí, gran monarca... —el esclavo-matemático cayó a los pies de Krts y lamió apasionadamente el suelo alrededor de sus doradas sandalias.
—¡Oh, dioses! —balbuceó Krts; su voz enronquecía de indignación—. Dioses, ¿cómo seguir viviendo? Si dos más dos...
Calló, y rechazó al esclavo con el pie.
—¿Te atreves a refutar nuestra ciencia ancestral? ¿Osas considerarte como el igual del Ungido del Señor? De seguir así, cualquier día te atreverás a sostener que el blanco es... blanco, y no negro como es la opinión generalizada. ¡Acude inmediatamente a los guardias y diles que yo he ordenado que te corten en pedazos! ¡Eso quizá te dé un poco de sabiduría!
El esclavo salió dispuesto a obedecer las órdenes de su soberano. Krts empezó a pasear con pasos nerviosos por la dorada galería del palacio. Por encima de la capital de la Atlántida, que desde tiempos inmemoriales se había llamado F, el sol brillaba imperturbable pese a los problemas del gran sacerdote...
—Monarca, me ha sido imposible obedecerte.
—¿Por qué? —preguntó Krts, encolerizado.
El esclavo se aplastó de nuevo contra el suelo, en el lugar más sucio.
—El centurión a quien he pedido que me cortara en pedazos ha querido saber cuál era mi crimen. Le he dicho que dos más dos eran...
—¡Silencio! ¡No repitas otra vez esta blasfemia!
—Sí, Monarca..., le he explicado de qué forma había profanado tus sagrados oídos. Él se ha puesto a pensar, finalmente ha sido de mi misma opinión, y...
—¡Arrrrrggggghhhhh! —estalló el sacerdote. Una sucesión de groseras maldiciones profanas en antiguo atlante brotó de sus labios—. Regresa inmediatamente con el centurión: ambos seréis desmembrados por caballos salvajes. ¡Que todo un regimiento de soldados os escolte!
—Sí, Señor. Pero si...
—¡Fuera, miserable gusano! —aulló el sacerdote.
Aterrado por los gritos, el esclavo huyó a toda prisa. Un poco más calmado, Krts se acercó a la ventana para vigilar la ejecución de su sentencia. A sus pies, en el patio de mármol negro y verde, un regimiento de soldados se llevaba consigo al esclavo y al centurión, azuzándolos con la punta de sus lanzas de bronce en los lugares más sensibles para hacerlos avanzar más aprisa.
—¡Ajá! —aprobó el sacerdote, y una sonrisa afloró a sus labios. Pero, en aquel mismo instante, observó con abominación que el esclavo-matemático le decía algo a los soldados. Estos se detuvieron en mitad del patio y empezaron a contar con los dedos...
—¡Aaaaaaaaah! —Krts tomó su cetro de marfil y empezó a golpear todos los gongs a su alcance. Los esclavos, los servidores, se precipitaron a la estancia: el gran esclavo encarado de sonarle, y el esclavo que le hacía cosquillas en los talones, y la esclava que masticaba por él las cortezas...
Krts los amenazó a todos con el puño.
—Detengan inmediatamente a todos esos rebeldes. Derramen sobre ellos pez hirviendo, arrójenlos a los leones, y si por casualidad queda alguno vivo, tráiganmelo para que lo interrogue...
Aquella misma tarde estallaba un motín en la ciudad. El esclavo-matemático, aquella miserable criatura nacida de madre desconocida en los espacios desérticos del norte, explicaba por todos lados que dos más dos eran... ¡Oh dioses! ¡Qué blasfemia! Todos empezaban a contar con los dedos y a darle la razón. Ya nadie obedecía las órdenes del gran sacerdote. Krts condenó a muerte cada vez a más gente, y soñó con torturas siempre más horribles, pero aquello no detuvo a los insurrectos.
Al filo de la noche, el consejo supremo de los sacerdotes se reunió en el palacio de oro del Zar Vrbtstst IIVXIIV, que viva y reine por siempre. Cada sacerdote lamió todos los dedos del pie izquierdo de Krts, tras lo cual recibió la autorización de ocupar su asiento. Abrieron mucho sus bocas, dando a entender que estaban listos para escuchar con la mayor atención.
—¡Oh tú, el mayor entre los Elegidos de Dios! —dijo el Zar a Krts—, ¿qué es lo que has hecho? Has condenado a muerte a la mitad de mis súbditos. No es que sus vidas me importen demasiado, pero si la ciudad queda despoblada, ¿quién pagará los impuestos?
—¡Oh Zar, Hijo del Sol, Hermano de la Cúpula de los Cielos, Cuñado de la Noche! Tus palabras son para mis oídos la voz de la sabiduría, pero no he podido actuar de otro modo... Imagina que ese bueno para nada (perdonen, oh dioses, mis palabras sacrílegas), que ese bueno para nada se atreve a afirmar impúdicamente que dos más dos son... No, no puedo repetir la blasfemia. Además, hace contar a la gente con los dedos para convencerles de su insensata teoría. ¡Se ha rebelado contra nosotros! Contra nosotros que conocemos los antiguos papiros, contra nosotros que leemos el futuro en las estrellas, ¡contra nosotros que sabemos descifrar las entrañas de los perros ofrecidos en sacrificio! Cuenta. ¿Quién le ha dado el derecho a contar? ¡Que el gran Mlrprvlttsl sea testigo, no tendré un instante de reposo hasta que la verdad divina sea restablecida y todos los herejes hayan sido castigados!
El Zar se echó la corona sobre la frente, se rascó la nuca y dijo:
—Pero, ¿y si tuviera razón? ¿No crees que deberíamos verificarlo?
El Zar se volvió hacia uno de sus consejeros más sabios y le hizo señas para que se aproximara.
—Veamos, esto, tú, ¿cómo te llamas?... Ayúdame un poco... ¿Cómo se hace para contar?
Y, lentamente, el Zar empezó a doblar sus dedos, uno tras otro, repitiendo los gestos del viejo sabio, que se concentraba sacando un poco la lengua. Uno... Dos...
Como un torrente desenfrenado, el terror se extendió por todas las venas del gran sacerdote. Levantó los brazos al cielo, como si intentara trepar por él, y se lamentó:
—¡Oh dioses! ¡Todo está perdido! ¡La Tierra está perdida! ¡La vida va a detenerse! ¡Si hasta nuestro gran Zar (que viva y reine por siempre) pone en duda la sabiduría de nuestros antepasados, entonces ya no hay ninguna esperanza! ¡Es el fin de la ciencia! ¡Es el fin del mundo! ¡Es el fin de la Atlántida!
A la mañana siguiente, hacia las cuatro horas (Tiempo del Meridiano de Greenwich), la Atlántida se hundió efectivamente en las aguas. ¿Por qué? Hasta ahora, nadie ha conseguido saberlo.

FIN

Publicado en: Revista Nueva dimensión, nº 133.
Edición digital: Arácnido.

Tal parece que el dogmatismo y persistir en lo ortodoxo, muchas veces nos obnubila, creyendo seguir el camino del conocimiento científico.

domingo, 27 de junio de 2010

FUTILIDAD de Andrei Gorbovsky


No notaron el solemne momento cuando la nave tocó la superficie del planeta. No hubo sacudida. Uno de los indicadores simplemente señaló «sólido», y eso marcó el fin del vacío del espacio interplanetario.
Vamp miró al capitán, pero este último no mostró ningún signo de satisfacción, y fue imposible saber como estaba reaccionando al final de su largo viaje.
Por la combinación de centelleantes puntos, rayas y líneas de onda intersectante, resultaba obvio que el ámbito en que ahora se hallaba su nave se aproximaba mucho a las condiciones de vida en su propio planeta: parecido, dentro de los límites permisibles. Vamp pasó la información al capitán, pero tampoco esto pareció causarle una impresión especial.
—Creo que no hallaremos ninguna forma de vida superior aquí —comentó hoscamente—. De todos modos, vaya a dar un paseo.
Así lo llamó el capitán: «dar un paseo».
El borde de la baja ladera que Vamp ascendió estaba tapizado en algunos lugares por una especie de delgados vegetales filamentosos. Desde la meseta, la nave parecía como un gran globo blanco. Una llanura marrón se extendía por todos lados durante muchos kilómetros. Sólo hacia la derecha la vaga línea del horizonte se fundía con farallones rocosos y acantilados. Y eso era todo.
En un tal paisaje, ciertamente, no valía la pena ir muy lejos, pero la misma naturaleza de su profesión los ataba, inevitablemente, a desilusiones de esta especie. Su trabajo era el comercio. Ciertamente, no se parecían mucho a sus antepasados que habían ejercido esa profesión en los tiempos antiguos. Viajaban a mundos lejanos transportando artículos allá donde podían ser más valiosos. Llevaban con ellos unidades de información encerradas en una serie de cristales transparentes. Era la mercancía más solicitada en las rutas de comercio del universo.
Cada civilización, desarrollándose a lo largo de sus propias líneas, develaba inevitablemente ciertas verdades y hacía descubrimientos que eran desconocidos para otras. Su trabajo era intercambiar descubrimientos por descubrimientos, teorías por teorías, información por información. A veces llegaban a mundos que no podían ofrecerles nada a cambio. Entonces, generosamente, compartían con los seres primitivos aquellos hechos que eran capaces de asimilar, pues la información era la única mercancía que podía ser intercambiada o regalada un ilimitado número de veces sin que se redujese jamás su cantidad en el proceso. Los visitantes a esos mundos, millares de años después, hallarían ricos frutos surgidos de las semillas que ellos estaban sembrando hoy.
Iban de regreso a casa tras un largo viaje en espiral entre las estrellas, que les había proporcionado un gran número de destacados conocimientos. Muchas naves como la suya estaban cruzando los espacios del universo, pero no todas ellas regresaban. A menudo, los peligros inesperados y la muerte las domeñaban en algún extraño y distante planeta, planetas que al principio parecían tan vacíos y desprovistos de vida como éste. Vamp regresó a la nave, y entonces se movieron en una gigantesca y creciente espiral por la superficie del planeta. En la pantalla se formaban imágenes de lo que estaba pasando por debajo, pero no miraban a la pantalla: ¿qué podía haber allá abajo que resultase nuevo para los visitantes de tantos mundos?
Se sentaron para jugar una partida de damas.
—Un mundo vacío —dijo desabrido el capitán—. Un planeta muerto.
Vamp sacrificó una ficha y se comió dos contrarias.
—Demos unas vueltas más —dijo el capitán—, y ya basta.
—¿A qué distancia del Sol está el planeta? —Vamp adelantó una ficha, preparándose para doblarla al siguiente movimiento.
—Es el tercero —El capitán mató la ficha que estaba a punto de ser doblada—. El tercero contando a partir del Sol. En nuestros catálogos tiene el nombre de «Tierra»
La pantalla aún seguía mostrando el mismo caos de farallones rocosos y la llanura marrón extendiéndose hasta la lejana e imprecisa línea del horizonte. Ni ciudades, ni poblados, ni ninguna señal de vida racional.
—Demos unas cuantas vueltas más, y ya basta —repitió el capitán.
No dijo más, porque Vamp había conseguido doblar una ficha. El capitán consideraba que él era mejor jugador que el otro, pero que cometía errores, y que Vamp, desaprensivamente, se aprovechaba de ellos. Esto era lo que había ocurrido ahora. Cuando quedaban uno o dos movimientos para decidir la partida, fueron interrumpidos por el agudo sonido de un zumbador. La nave había descubierto señales de algún tipo de civilización. Impaciente, el capitán apretó un botón, y el zumbador calló, pero la señal indicadora del infrarrojo comenzó a encenderse y apagarse irritadamente.
Hicieron algunas jugadas más.
—¿Tiene bastante ya? —preguntó Vamp, ocultando muy mal su triunfo.
El capitán asintió hoscamente.
En la pantalla apareció una imagen, y vieron un gran cuerpo metálico alargado, medio enterrado en la arena.
—Es un vehículo de transporte por el campo espacial del planeta —señaló Vamp.
—Una civilización no superior al segundo nivel —Parecía como si esta circunstancia le proporcionara al capitán algún tipo de malévola satisfacción—. Un mundo primitivo y, además, extinto.
—¿Quiere echarle una mirada a la nave?
Pero el capitán rehusó. Estudiar civilizaciones perdidas no era su trabajo, para eso estaban los cazadores de ratones de la Academia Cósmica de Ciencias.
—¿Y si hubiera seres racionales ahí dentro?
El capitán negó con la cabeza.
—Esa nave se estrelló, y ha permanecido vacía desde hace mucho tiempo. Puede ir a verla si lo desea, pero nos iremos inmediatamente después. Aquí no hay nada para nosotros.

De cerca, la nave parecía aún mayor. Era un gran bloque carenado de metal oscuro.
Vamp no podía ver ni la entrada ni ninguna otra abertura. Por todos lados sólo se veía una superficie metálica lisa y pulida por el tiempo. Luego se fijó en un amplio corte oscuro que parecía dividir todo el conjunto en dos partes. Miró al interior, pero no pudo ver nada. Introduciéndose cuidadosamente entre los oscuros bordes del metal desgarrado, Vamp penetró en el interior.
Segundos después, una asombrada multitud de pececillos salió por la fisura y se agrupó sobre la misma. Se daban tan poca cuenta de las muchas brazas de agua que tenían encima como la que podían tener los frívolos habitantes de tierra firme de la mítica «columna de aire» Quizá la única cosa que pudiera aún sentir la gigantesca presión de aquellas profundidades era el inerte submarino.
Durante algún tiempo, el globo blanco colgó inmóvil sobre la masa metálica semienterrada. No se veían señales de Vamp. Cuando finalmente comenzó a salir, los pececillos que danzaban cerca del borde de la fisura se desparramaron en todas direcciones.
El globo se apartó y, ganando velocidad, desapareció sobre la recortada línea del horizonte.

—¿Algo interesante? —preguntó el capitán, más por cortesía que por curiosidad.
Vamp negó con la cabeza.
—La nave era de construcción primitiva. Usaba energía sacada de acumuladores y baterías. La causa del accidente no era evidente.
—¿Tiene eso alguna importancia?
—No, naturalmente que no.
—Venimos a comerciar —dijo el capitán, como si Vamp le hubiera contradicho en algo—. Ninguna otra cosa de aquí nos importa. E, incidentalmente, aunque hubiéramos hallado a esos seres que construyeron la nave, ¿qué podría haberles interesado de nosotros?
—La síntesis proteica si aún no la habían conseguido, la utilización de la energía libre del espacio.
—¿Lo cree realmente así?
—Según todas las evidencias, eran bastante primitivos. Hasta podríamos haberles ofrecido la formación de la personalidad sintética o procedimientos biológicos para conseguir la inmortalidad.
—Sí, naturalmente. Segundo nivel. Y ¿qué podrían habernos dado a nosotros?
Vamp mostró un objeto plano y rectangular al capitán. Lo había tomado de la pared de uno de los camarotes. Era una fotografía en blanco y negro. Protegida por su cristal, apenas había sido dañada por el agua. La fotografía mostraba a un hombre, a un joven con chaqueta de cuero, sujetando por la correa a un enorme gran danés. Evidentemente, el gran danés no se sentía excesivamente interesado en la idea de que sus tristes rasgos caninos quedaran inmortalizados sobre el papel, y estaba mirando impaciente hacia un lado, fuera del campo de acción de la cámara. El joven estaba de pie junto a una autopista por la que circulaba tráfico en ambas direcciones. En la lejanía se podía ver un autocar.
—Extraño —indicó el capitán.
—Mucho —aceptó Vamp. Era una de aquellas raras ocasiones en las que estaba totalmente de acuerdo con su capitán.
—Ni siquiera podían distinguir los colores. Observa: está en blanco y negro.
—¿Y esa cinta? —Vamp señaló a la autopista.
—¿Se mueve?
—Eso parece. Y lleva a los objetos colocados sobre ella.
El capitán asintió.
—Muy extraño.
—¿Y esto? —Vamp estaba hablando del hombre y el perro—. Sin duda es una simbiosis.
—Naturalmente. Resulta obvio que estos dos seres poseen un único proceso mental y una sola psique. Es obvio también que se consideran a sí mismos como una sola personalidad.
—Mire —Vamp señaló la correa—. Hasta están unidos por un cordón de fibras nerviosas.
—¿Como los ascetas de Mejera-XY?
Descubrieron algunos otros navíos sumergidos, y luego llegaron a las ruinas de una ciudad. Y, al igual que antes, no hallaron ni rastro de los seres racionales cuyas manos habían construido todo aquello.
—Un planeta muerto —aseveró el capitán—. Los habitantes degeneraron y murieron.
—¿Por qué degeneraron? —el mismo Vamp no sabía por qué se sentía tan ofendido en nombre de los habitantes del planeta.
—La extinción es simplemente la culminación de un proceso. Si la raza no fue capaz de acomodarse a la misma, debió degenerar —Y añadió, impaciente—: Nos vamos.
—Pero mire, ellos, ellos... —Vamp no sabía qué más decir. Simplemente, por alguna razón, notaba que si este planeta era tachado de la lista de mundos habitados sería un error, un gran error, por algún motivo—. Mire, ellos ¿Y si habitan en las regiones altas? —exclamó de pronto, dándose cuenta de que estaba diciendo una estupidez.
Era algo tan absurdo que el capitán ni siquiera se irritó.
—Mi querido Vamp, ¿debo recitarle las «Leyes de la Vida»? —Una película opaca cayó sobre sus ojos, semicerrándolos, y empezó a recitar—: La vida en los planetas es posible únicamente en las zonas de mucha presión, bajo grandes profundidades de agua.
Vamp guardó silencio, porque lo que el capitán decía era indiscutible.
—¿Qué hay ahora en nuestra lista?
Vamp consultó la bitácora.
—Alfa de Centauro.
El capitán movió algunas palancas en el tablero de control y, en unos segundos se hallaron de nuevo rodeados por el espacio.
Vamp extendió diez tentáculos verdes por debajo de su coraza y comenzó a disponer el tablero de damas.

FIN

Publicado en: Lo mejor de la ciencia ficción soviética II.
Hyspamérica ediciones, 1986.
Edición digital: Sadrac.

sábado, 26 de junio de 2010

DESPERTARÁ EN DOSCIENTOS AÑOS de Andrei Gorbovsky

Gorbovsky, Alexander Alfredovich (14 de enero de 1930-2003)

Un hombre caminaba por el bosque, con paso decidido, apartando las ramas a medida que caminaba y aplastando hormigueros y leños caídos. De tiempo en tiempo se quitaba los anteojos para limpiarlos de las telarañas que se habían adherido a ellos, y cuando lo hacía se podían ver sus ojos. Tenía alrededor de veinticinco años.
Caminó por un largo rato, hasta que al final salió a un pequeño claro rodeado por una espesa pared de arbustos. Agachándose, hizo deslizar un objeto pesado y a sus pies se abrió una cavidad.
Antes de descender, el hombre echó una larga mirada a su alrededor. Muchas veces se había representado mentalmente ese momento, pero ahora el conocimiento de que nunca volvería a ver esos arbustos y árboles otra vez, de que estaba dándole una última mirada a todo eso, por alguna razón no lo conmovía. Se demoró por un rato, esperando que surgiera el sentimiento de la partida, pero no se produjo.
Lentamente, el hombre descendió. La losa de ladrillos cubiertos de moho se deslizó pesadamente, cerrando la cavidad sobre él, y el claro volvió a su estado anterior. Un viento se hizo sentir sobre las copas de los árboles, y luego todo estuvo quieto otra vez.
La idea se le había presentado por primera vez mientras se hallaba en un comercio mirando pescados congelados. Aparentemente, cuando se deshelaban esos trozos de hielo, volvían a la vida; las aletas volvían a moverse y los ojos redondos miraban, estúpidamente al mundo. Andrei no estaba preparado aún para aceptar la idea que se estaba formando en su mente, y había empezado a leer sobre anabiosis. A su manera, se había enterado de experimentos realizados con seres de sangre caliente, incluso con el hombre: los hombres habían sido devueltos a la vida después de largos períodos de anabiosis, y el único factor esencial consistía en mantener una temperatura constante.
Desde el principio, la idea de un viaje hacia la no existencia había parecido atractiva; sumergirse abruptamente por veinte o treinta años, para asombrarse de todos los que lo conocían. Pero luego Andrei había decidido que ese no sería un contraste suficientemente grande; por lo menos, lo que viera al final de ese período no tendría mucha relación con las promesas de los cuentos de ciencia ficción. En todo caso, la tentación de transportarse a sí mismo profundamente hacia el oscuro futuro era demasiado grande. Para eso sería suficiente saltear un período de unos cien años. Por último, decidió que debían ser doscientos.
Después de eso, las cosas se desarrollaron como si el destino mismo hubiera deseado que él consignara su objetivo. El hecho es que Andrei tenía un empleo. Trabajaba en una empresa nada agradable que se autodenominaba «editorial de diccionarios». Cómo llegó a trabajar allí, era algo que el mismo Andrei no habría podido decir. A diferencia del resto de sus compañeros en ese importante establecimiento, Andrei no estaba convencido de estar cumpliendo con su misión en la vida al clasificar tarjetas por orden alfabético y al marchitarse sobre los diccionarios. Su obsesión por la anabiosis no pudo dejar de afectar, de manera muy desafortunada, el futuro diccionario de embriología en el idioma de Tierra del Fuego, una publicación que, a estar por lo que decía la señorita Vetashevskaya, encargada de la edición, era esperada con ansiedad por todas las naciones, desde Tierra del Fuego a Taimir.
Las cosas se ponían peor para Andrei a medida que soñaba cada vez más con transportarse a la brillante era de los cohetes fotón y los paisajes marcianos. Así nació el proyecto de una habitación subterránea en la que un sistema de refrigeración, automáticamente controlado, mantendría una temperatura baja constante: cuando un conjunto de unidades empezaba a debilitarse, otro se pondría en funcionamiento de manera automática. Su problema mayor consistía en hallar un sistema de aprovisionamiento de energía, porque el más poderoso conjunto de acumuladores imaginable no habría sido suficiente para un período semejante. Para la época en que la parte teórica finalmente estuvo resuelta, en su empleo se le habían acumulado tantas nubes sobre la cabeza que no le quedaba otra solución que ponerse a trabajar.
La señorita Vetashevskaya anunció que de ninguna manera mantendría en sus puestos a los empleados incompetentes, y el empleado incompetente en cuestión era Andrei. Estaba comprometiendo los vínculos de amistad entre personas a las que unía la publicación del diccionario de embriología. A los niveles superiores llegó un informe comprometedor, y por último Andrei fue llamado a presentarse ante el consejo directivo. Después de eso trabajó como un buey durante dos meses, realizando en ese lapso una cantidad de trabajo que normalmente habría llevado un año. El diccionario de embriología en el idioma de Tierra del Fuego llegó a la letra «B». En ese punto Andrei puso de lado las tarjetas y se ocupó de su propio proyecto.
Andrei había elegido ese claro particular del bosque porque le parecía lo suficientemente alejado como para garantizar que por doscientos años nada lo estorbaría. Había tenido que arreglar para que un camión le trajera las bolsas de cemento. El conductor se había sorprendido cuando Andrei le ordenó que descargara las bolsas en el extremo del bosque. Lo había mirado con ansiedad, pero luego, dando por aceptado que tenía frente a sí a un deficiente mental, se calmó y trepó por la parte trasera del camión. Sus sospechas se calmaron por completo cuando Andrei le pagó. Zangoloteándose sobre el suelo desigual, el camión había partido, dejando a Andrei solo sobre una pila de bolsas.
Había trabajado en el bosque todo el verano. Allí pasó sus vacaciones y otro mes más, pedido sin goce de sueldo; a fines de otoño, las cosas estaban finalmente listas.
Cuando la trampa se cerró sobre él, Andrei encendió la luz. La habitación tenía forma oval, pero con el grado de irregularidad que parece inevitable cuando la tarea de construcción la encara un aficionado.
Andrei probó los sistemas por última vez. Todo funcionaba de manera perfecta. Los puso en funcionamiento otra vez, y luego otra vez más. Sabía que esa era una táctica dilatoria de su parte. Rápidamente, para eliminar toda posibilidad de arrepentimiento, Andrei tomó una píldora para dormir y se acostó sobre una plataforma especial que estaba en el centro del recinto. La luz se apagó. En veinte minutos, cuando él ya estuviera durmiendo profundamente, los sistemas refrigeradores se pondrían en funcionamiento. Andrei cerró los ojos. Le parecía que podía oír el viento que arrastraba las hojas secas en el claro, encima de él.
Había conseguido despedirse de todos. Eso estaba bien. Incluso había saludado a Lena. El corazón de Andrei se contrajo, pero se obligó a pensar en otra cosa.
Durante esos últimos días Andrei no había necesitado realmente ir al trabajo, pero de todos modos había ido y había encarado todo el trabajo que le dieron. Hoy era sábado, su último día en la editorial. Para los otros, ese día no era diferente de ninguno de los días precedentes o de los que vendrían. El lunes, todos se volverían a encontrar dentro de esas mismas paredes. Sólo Andrei sabía que para él no habría lunes, y ese secreto, que no podía compartir con nadie, lo atormentaba un poco.
«Oxigenar», «Oxígeno», «Oxigonio»... Andrei trataba de clasificar las tarjetas, pero no conseguía realizar su trabajo hoy. Miró por la ventana, y luego a Vera, la dactilógrafa, que como ocurría todos los sábados, parecía dedicar todo el tiempo a mirarse en el espejo. Luego Andrei miró las cinco cabezas familiares, como siempre inclinadas sobre cinco escritorios cubiertos de tarjetas, diccionarios y galeradas, y empezó a componer mentalmente un discurso de despedida.
—Mis queridos amigos... y no sólo amigos, —empezaría—. Los dejo, y nunca volveremos a encontrarnos. Me voy hacia el futuro como embajador de nuestra era. Les contaré a las personas del futuro sobre nuestro tiempo y sobre todos ustedes.
Andrei sin duda habría desarrollado el tema si no lo hubiera arrancado de su estado creativo la voz de Vera.
—¡Andrei! Teléfono.
Tomó el receptor.
Era el compilador del diccionario, un digno y anciano caballero que no pudo haber elegido un momento más oportuno para llamar.
—Esto es muy importante —su voz penetrante sonó a través del teléfono—. La palabra «ciego» la tenemos en el diccionario, pero debemos dar la forma diminutiva y superlativa, usted sabe, con el prefijo «pikh-pikh-kha-kha» eso es importante desde el punto de vista de la erudición de la obra.
El viejo era el único especialista en el idioma de Tierra del Fuego, y como tal era el orgullo de los círculos académicos. Había sido alumno del profesor Beloshadsky, quien a su vez había estudiado el idioma con el profesor Starotserkovsky. Starotserkovsky había sido alumno del profesor Wold, y Wold afirmaba haber estudiado con el profesor Beloshadsky. Si de verdad éste era el caso, entonces se trataba de un círculo cerrado y con toda seguridad representaba un fenómeno interesante en el campo de la lingüística.
Andrei se demoró deliberadamente para ser el último en marcharse: quería retirar con comodidad el periódico fijo a la pared para llevárselo consigo. Junto con un grupo de panfletos, periódicos y fotografías de aficionados ya acumulados en la cámara, representaba a lo que mentalmente se refería como «una reliquia de la época».
Andrei quitó cuidadosamente los chinches y el papel se enrolló por sí mismo. La pared pareció súbitamente desnuda.
Aun cuando todo estaba ya decidido, y Andrei sabía que realizaría lo que había planeado, a último momento experimentó la necesidad de impedir toda posibilidad de regreso: la gente indecisa a menudo se obliga a actuar de manera decisiva por tales medios. Como no se le ocurrió ninguna idea más brillante, simplemente hizo un dibujo cuidadoso de los rasgos de la señorita Vetashevskaya, embelleciéndolos con un par de largas orejas de burro; una la pintó erguida, la otra caída. Para que todo fuera final e irrevocable, firmó el retrato: «Estimada señorita encargada de la edición, de Andrei». Atravesando la oficina furtivamente, colocó el papel entre la tapa del escritorio de la señorita Vetashevskaya y el cristal que la cubría.
Andrei salió de la editorial muy exaltado. La misma idiotez de la travesura había servido para ponerlo en ese estado. Ahora no había camino de regreso alguno. Sólo estaba el camino hacia el futuro, donde plateadas naves interestelares remontaban el cielo azul en viaje hacia mundos distantes. Y por eso, ¡era tan agradable descender la blanca escalera sabiendo que sería la última vez!
Mientras recordaba todo esto, Andrei sonrió en la oscuridad. Sólo cuando descendió del tren eléctrico en la estación recordó su reloj. Se lo regaló a un muchachito que pasaba por allí, quien se sintió invadido por una gran excitación ante el inesperado regalo.
Andrei estuvo acostado por algún tiempo sin pensar, y sólo ahora, desde algún punto profundo de su conciencia, empezaba a surgir un sentimiento de pena por el mundo que estaba abandonando. Comenzó a decirse una y otra vez que podría detener el experimento cuando lo quisiera, salir de la cámara y marcharse del bosque. Por un largo rato estuvo tendido, tranquilizado por el pensamiento y sintiéndose bien. Pero cuando trató (o le pareció a él que había tratado) de incorporarse, una especie de densos copos negros cayeron de pronto de algún punto del cielo raso, y ya no pudo levantarse más...

Sólo pasó un momento, un momento indescriptiblemente breve, y la conciencia empezó a volver de manera lenta. Flotaba como un punto dorado frente a él, elevándose de las negras profundidades de la inexistencia y aproximándose. Entonces aparecieron algunos círculos y comenzaron a unirse en el centro con rapidez cada vez mayor hasta que se congelaron, temblando levemente, y se convirtieron en la pequeña lámpara eléctrica que estaba encendida arriba de Andrei. La lámpara daba un leve resplandor de tonalidad rojiza.
De inmediato comprendió dónde estaba y qué significaba despertar, pero siguió acostado e inmóvil por un largo rato. Se sentía espantosamente, como un enorme casco congelado, y sólo su mente parecía estar activa. Podía sentir la pétrea inmovilidad de su cuerpo y temía moverse: estaba asustado del irremediable pánico que lo invadiría si no lo lograba. Además, si la temperatura no se elevaba para que su carne pudiera recuperar la vida, no sería capaz de elevar el trozo de hielo en que se había convertido su mano para hacer girar el calefactor un poco a la derecha... un poco a la derecha... un poco a la derecha...
Movió sus dedos, luego la mano. Resultó más fácil de lo que esperaba. Unos segundos después Andrei estaba sentado.
Abrió la trampa con alguna dificultad. En lo alto, se veían brillar las estrellas. De pronto, volvió a sentirse invadido por el temor. Esta vez era el temor del mundo desconocido y extraño que tantos esfuerzos había hecho por encontrar. Ahora ese mundo estaba acechándolo en algún punto exterior, esperándolo.
Una sensación de infinita soledad lo invadió. Aun las tumbas de los hombres que una vez él conociera habían sido olvidadas hacía mucho, mucho tiempo. Sólo ahora experimentaba realmente la irrevocabilidad de lo que había ocurrido, y sentía toda la crueldad del destino que él mismo se había preparado.
Irguiendo la cabeza, Andrei empezó a subir lentamente los escalones.
Andrei se esforzaba para no pensar en lo que ahora aparecería, ante sus ojos: una estepa quemada, llena de cenizas, y horizontes muertos, deshabitados; una ciudad blanca de brillante plástico, o un mundo desprovisto de seres humanos, todos destruidos por las epidemias traídas por aquellos que habían estado en otros planetas.
Andrei estaba preparado para todo. Subió el último escalón y miró.
El bosque se extendía a su alrededor. El viento arrastraba las hojas secas entre los arbustos.
Andrei se rió. En algún punto lejano un pájaro trinó. Decidió caminar en la dirección en que había venido hacía doscientos años. Caminó por algún tiempo. Posiblemente había pasado muchas veces sobre el lugar que ocupaba la antigua línea de ferrocarril, desde mucho tiempo ya sepultada bajo una capa de tierra y el bosque que se había formado encima. La noche continuaba, y aún no podía encontrar ninguna salida en el bosque.
Si no llegaba a alguna parte por la mañana, debería volver a su cámara, ¿pero habrían sobrevivido las provisiones que llevara consigo?
Andrei abrió un paquete de glucosa y se obligó a tomar unas pocas tabletas.
Estaba empezando a amanecer.
El bosque inesperadamente se tornó menos denso y Andrei descubrió de pronto una larga plataforma y junto a ella lo que una vez él habría llamado vagones de tren. Un temor atávico y absurdo de perder el tren lo dominó, y para su sorpresa se halló repentinamente corriendo hacia la plataforma. No tuvo tiempo de mirar a su alrededor o de pensar; apenas hubo trepado cuando el aparato empezó a moverse y, tomando velocidad, enfiló hacia algún punto, dejando atrás el umbroso bosque.
Andrei estaba solo en el amplio compartimiento, que le recordó de alguna manera los coches suburbanos de su época. Incluso los asientos estaban cubiertos con esas láminas de plástico que imitaban fielmente la textura de la madera.
Cuando algún tiempo después pasaron el límite del bosque, el azoramiento de Andrei creció aún más. Había estado preparado para todo, pero no para esto; era una civilización muy extraña, una civilización que deliberadamente, si bien no siempre con éxito, imitaba el pasado. El tren marchaba sin detenerse frente a pequeñas casas con antenas en forma de T en sus techos, frente a estaciones construidas con materiales desconocidos pero en el estilo que Andrei conocía tan bien.
Entonces vio gente: dos hombres y una mujer que caminaban entre los campos. El corte de las ropas ya no sorprendió a Andrei, y cuando el tren se detuvo poco después, vio que las pocas personas que subían estaban vestidas más o menos igual a él. Nadie le prestó atención. La gente se acomodó en el coche de a uno o de a dos. Algunos estaban hablando tranquilamente sobre algo, pero Andrei no podía oír palabras, sólo veía sus rostros, que eran inteligentes y amables. Sí, así era como debía parecer la gente del futuro. ¡Pero qué mundo extraño era éste!
Andrei había leído una vez sobre villorrios de Polinesia que no habían cambiado su aspecto por miles de años, y de ciudades de la Edad Media que habían existido sin cambios por siglos. Verdad, los saltos abruptos y los cambios en todos los campos habían sido característicos de la época en que él mismo había vivido una vez, en la tecnología, la arquitectura y el aspecto externo del mundo. ¿Pero sobre qué base se podía afirmar que esa tendencia seguiría por siempre? ¿Acaso no podía el progreso tomar algún otro curso que no fuera el cambio de la apariencia externa del mundo?
El tren había aminorado la marcha y se detuvo. Todos descendieron y el coche quedó vacío. También Andrei fue hacia la puerta. Se paró en la plataforma que se veía exactamente igual a la plataforma de cualquier estación del pasado. Debería buscar algún lugar donde sentarse y poner en orden sus pensamientos, elaborar algún plan de acción.
De pronto una voz surgió de alguna fuente desconocida... una voz alta y orgullosa cuyas palabras pasaban por encima de las cabezas de la multitud. Unos pocos pasos más y Andrei empezó a distinguir las palabras y sintió una gran tensión dentro de sí...
«Los trabajadores de la ciudad y el campo se están preparando para el gran día. Un entusiasmo sin precedentes impera estos días en fábricas y construcciones... Inspirado por el interés en...»
Una idea terrible, casi increíble, pasó por su mente. Andrei sintió que la plataforma cedía bajo sus pies. Con andar vacilante, dio unos pocos pasos más y se detuvo. Directamente frente a él estaba el puesto de los periódicos.
Levantó la mirada y leyó el nombre del periódico. Y el año. Y el día.
Según parecía, había dormido un poco más de veinticuatro horas. Era lunes...
Andrei se desplomó sobre la valija de alguien y sintió que lo tocaba desde atrás una mujer que empezó a gritar algo... era su valija aquella sobre la que Andrei estaba sentado, y a ella no le importaba nada él ni lo que le había ocurrido. Tampoco a la gente que pasaba apurada a su lado, caminando hacia sus destinos. A ellos no podía decirles, ni gritarles ni explicarles lo que había ocurrido.
Cuando la conmoción del primer momento hubo pasado, Andrei, para su propia sorpresa, no se sintió desilusionado ni decepcionado. En algún rincón de su corazón surgió la cobarde alegría de haber escapado, y ese mundo y esa gente, a quienes se preparaba tan despreocupadamente a abandonar, ahora le parecían mucho más importantes que todas las épocas y los mundos futuros. En todo caso, Andrei estaba seguro de una cosa, de que nunca podría obligarse a reincidir en el proyecto. Pero entonces se acordó de la señorita Vetashevskaya. ¿Qué sería de él ahora? ¡Si ella había llegado ya a la oficina, estaba perdido! Ahí y entonces comenzó una carrera entre Andrei, que forzaba su paso agitadamente por entre la multitud que estaba en la plaza frente a la estación, en busca de un taxi, y Vetashevskaya, que en ese momento subía con calma la gran escalera. Ella contestaba los saludos y de tanto en tanto se detenía para pronunciar unas pocas palabras condescendientes. Cuando Andrei finalmente se acercó a un taxi, se oyeron los gritos de enojo que surgían de la larga cola, rebosante de niños y valijas. Una vez más, las palabras eran inútiles y los gestos no podían ayudarlo... la gente le gritaba cosas a la cara y le mostraban el puño amenazante. Cuando por fin subió a un taxi, la aguja pequeña del gran reloj de la estación se había movido de manera notable hacia la derecha, acercándose, tal vez superando, el punto que marcaba la hora fatal. En él mismo momento en que Andrei cerraba con un golpe la puerta del taxi, Vetashevskaya atravesaba el umbral de la puerta de su oficina. Mientras corría por las escaleras, Andrei sentía los latidos de su corazón y los familiares escalones blancos parecían huir hacia arriba, era como si nunca pudiera alcanzar el rellano en la parte superior. Cuando vio la puerta abierta de la oficina, fue como un sueño terrible. Estaba sentado todo el personal ejecutivo y el director; y Vetashevskaya, cuyo rostro se había descompuesto en manchas doradas, les estaba mostrando el retrato. Aun a la distancia Andrei podía distinguir las orejas de burro, una erguida, la otra caída.
Por alguna razón, nadie miró en dirección a él, y cuando Andrei trató de hablar, o más bien de gritar algo, pudo sentir que sólo sus labios se movían... pero la voz no surgía.
En ese preciso momento sintió que se enfriaba y empezó a entender porqué nadie lo miraba. Sobre la alfombra, donde hubieran debido estar sus pies, no había ningún pie. No había absolutamente nada de él; pero ni siquiera tuvo tiempo para sorprenderse, porque desde algún punto superior empezaron a caer otra vez esos densos copos negros.
Andrei yacía sobre la plataforma en el centro de la cámara ovalada de ladrillos, enterrada en el subsuelo. No estaba vivo y no estaba muerto. Sobre su frente se estaba acumulando la escarcha.
Despertaría en doscientos años.

FIN

Publicado en: Antología de ciencia ficción soviética.
Grupo editor de Buenos Aires, 1975.
Edición digital: Sadrac.

jueves, 24 de junio de 2010

¿NO HAY COMUNICACIÓN CON MACONDO? de Leonid Panasenko

Panasenko, Leonid. Nace el 25 de abril de 1949 en Perkovich pueblo remoto de Ucrania, donde no había electricidad.
Su padre le enseñó a leer libros sobre ciencia ficción y ultrasonido. Quería ser químico, biólogo o físico inventor. Ayudando a su padre construyó un telescopio. Su padre muere en 1958 y él entra al internado Lyubitivsky, donde terminó secundaria. En 1974, se graduó en periodismo en la Universidad Estatal de Kiev. T. Shevchenko.

Veía en sueños a pordioseros desdentados, abriendo pedigüeña y quejumbrosa­mente el abismo de la boca. Lo asían de la ropa, mugían, y él, estremeciéndose de lástima y repugnancia, sacó del bolsillo un puñado de dientes sanos, blancos como el azúcar, y los arrojó a los mendigos… Los haraposos muti­lados se echaron al suelo y se trenzaron en el polvo del camino, recogiendo esos frijoles deslumbrantes para poblar con ellos la boca. Les arrojó otro puñado, y otro más, hasta que una voz imperiosa dijo a sus espaldas:
―Ahora llévalos hasta el agua, cúrales las heridas y lávales las costras. Son tus hijos.
Quiso objetar que únicamente Dios podía hacer eso, pero no se atrevió. Condujo a la caterva hasta el río, repartiendo por el camino muelas a quie­nes no les habían alcanzado.
―No olvides de recoger sus costrillas —le recor­dó la misma voz a la espalda—. Júntalas y quémalas. Y fíjate que se quemen bien hasta el fin; de lo contrario volverán a cubrir los cuerpos de los hom­bres.
Sonó el teléfono. La pesadilla se interrumpió: los mendigos retrocedie­ron y se esfumaron en las penumbras del dormitorio. Las llamadas eran largas y exigentes; debía ser de otra ciudad.
—¡Hola! —dijo Gabriel, apoyándose somnoliento contra la pared.
Algo chasqueaba y murmuraba en el tubo, como si hasta allí llegara el zumbido de los hilos telefónicos, que corren desde la ciudad a través de la maleza intransitable y la ciénaga, que se encaraman de noche a los montes y cruzan las sabanas sacudidas por el viento.
—Hable —repitió el escritor, ya irritado. En el aparato algo murmuraba monótonamente: en el otro extremo caía una lluvia interminable.
―¿De modo que vendrás, padre? —brotó inesperadamente una voz masculina, tal como si continuara una conversación interrumpida, y en el tubo se o­yó la señal de que se había acabado la conversación.
Gabriel bostezó. Menos mal que alguien había errado el número, o la cen­tral se había equivocado. Más vale levantarse de noche que repartir en sue­ños dientes a los pordioseros. No volvió al dormitorio ―pues dudaba de que pudiera conciliar el sueño―, sino que se acostó en el gabinete. Si no se dormía, podría encender la lámpara de mesa y trabajar un poco.
Por lo visto, se quedó adormecido. El teléfono tronó de improviso y vol­vió a asustarlo, porque las llamadas nocturnas siempre son misteriosas y significan una desgracia o la tontería de alguien. Por cierto, la tontería aje­na también es una desgracia.
—¿Todavía no se ha cansado? —preguntó furioso el escritor, cuando en lu­gar de respuesta oyó algo así como el susurro de la lluvia o la respiración de alguien.
Esta vez la lejana voz pertenecía a una mujer. Se perdía entre la maraña de hilos, caía a la ciénaga, se aferraba a las lianas. Además, el viento de la sabana la sacudía, despiadado:
—Perdona, padre… —dijo la mujer—. Tenemos un solo aparato para toda la ciudad… Todos quieren oír tu voz… otra vez llueve… Te hemos enviado frutas…. y una cesta… te llamaremos…
Una vez más se oyeron los sonidos intermitentes.
—Para qué necesito vuestras frutas —murmuró Gabriel, lamentándose de que esas tontas llamadas pudieran despertar a su esposa y a sus hijos—. En Bogo­tá sobran los padres que tienen muchos hijos. Pero ¿qué tengo que ver con esto, maldita sea?
Para asombro suyo, volvió a dormirse tan profundamente, que no soñó na­da, sin sospechar que no en vano el subconsciente le había enseñado a los mendigos, ni que las llamadas nocturnas se trocarían en ajetreos asombrosos e inverosímiles.

Cuando desayunaban irrumpió en la casa un viejo amigo de Gabriel.
—Ahora se explica —dijo, sin recobrar el aliento—. Por supuesto, no has abierto los periódicos matutinos.
—Hace mucho que no creo que los diarios puedan sorprender al mundo —son­rió el escritor—. Además, ¿no te emociona el aroma de este exquisito café?
—Lo que me emociona es este artículo —dijo el amigo—. Mañana lo reproducirán en todos los diarios del mundo.
Gabriel recorrió con la vista el texto impreso bajo este llamati­vo título:
¿Materialización de una invención, o efecto de “hemeralopía”?
»En la cuenca del río Magdalena, en los poco accesi­bles bosques tropicales, se ha encontrado el poblado de Macondo, que coincide exactamente con el pequeño mundo perdido pintado en la novela de nuestro notable escritor Gabriel… Los nombres de sus habitantes y sus biografías, así como la historia de la pequeña ciudad, concuerdan con la invención del escritor que, como se sabe, dijo que Aracataca, la ciudad de su infancia, había sido el prototipo de Macondo.
»Así pues, cabe preguntar: ¿qué es esto? ¿Un milagro? ¿La materializa­ción de la inventiva de un genio? ¿O la revelación del efecto de hemeralo­pía, es decir, cuando nos pasamos años y años sin advertir lo que tenemos textualmente delante de las narices?
»En efecto, sería más razonable suponer que Macondo ha existido siempre y que nuestro egoísmo y egocentrismo nos han nublado la mirada. El profesor Maurice Lavanture, negando que Macondo sea el producto semimístico de la sustancia de la imaginación, declaró a nuestro corresponsal: “La civilización, en su ciega huida a ninguna parte, lo que algunos optimistas denominan progreso, se olvida y pierde no sólo poblados extraviados como Macondo, sino incluso países y pueblos ente­ros. En última instancia, el olvido total o parcial es nuestro destino co­mún. No dudo de que el maestro Gabriel, cuya pluma posee el don de desnudar el mundo, simplemente sintió lástima del Macondo real y de sus habitantes, y los ocultó tras el velo de la invención. Pero ¡ay!, en la naturaleza no existen velos eternos. También éste cayó”.
El autor terminaba el artículo prometiendo a los lectores que en el nú­mero siguiente publicaría las aclaraciones del célebre compatriota.
—¿Qué significa esto? —interrogó Gabriel, desconcertado.
—Tú lo sabrás mejor —se encogió de hombros su amigo.
—¡Pero si no existe ningún Macondo! —exclamó el escritor, y tiró el dia­rio—. Claro que algo tomé de Aracataca… Pero ¿qué tiene que ver Macondo?
—Debías haber escrito peor —le espetó su amigo.
—¿Qué? ¿También tú crees en este disparate? —se asombró Gabriel—. ¡Bueno, esto ya pasa de castaño oscuro!
—Es difícil inventar algo semejante —replicó su amigo—. Además, ¿para qué? Tal vez sea un error o una coincidencia, y los periodistas se han apresurado a inflar este caso sensacional. De todos modos, esto no te hace falta para nada. Mantén a distancia a los periodistas; si no se echa leña a la hoguera, se apaga más rápido.
El escritor recordó las extrañas llamadas nocturnas y se quedó helado. ¿Y si en realidad se había producido el milagro? Quizá sus propias criaturas habían tratado de hablar con él desde el perdido Macondo… Le decían “padre”, y que todos querían escuchar su voz…
No. Un poco más, y podía per­der el juicio.
—¿Qué debo hacer? —interrogó desconcertado—. ¿Y si en realidad todo ha… revivido?
—Pues déjalo que viva —se echó a reír su amigo—. Tu Macondo imaginario hace mucho que ha cobrado vida real en la mente de los lectores. Nada cambiará. Absolutamente nada. Claro que te añadirá más de un trajín, pero a mi entender no hay otra variante.
Gabriel levantó el diario y lo recorrió una vez más con los ojos. Sus cejas, comúnmente jocosas, cayeron, comunicando una expresión reflexiva al rostro.
—¿Sabes qué te digo? Les tengo miedo. No al hecho en sí, pues ya antes so­lían darse milagros, sino a ellos. Porque soy yo quien les ha dado el destino: el nacimiento, las alegrías, las penas y, por último, la muerte. Para ellos soy el Creador, ¿comprendes? Si llegan a venir y preguntarme…
—¿Qué? —se sorprendió su amigo—. Ellos tienen que adorarte. Es el sino de todos los creadores: recibir la gratitud…
—… y las maldiciones —continuó Gabriel, y miró hacia el teléfono.

Al atardecer se presentó un mensajero de la estación; dijo que los ser­vicios ya estaban pagados y sólo quedaba por firmar el recibo. Luego introdujo cuatro cajas de cartón con frutas, un enorme racimo de bananas y con toda cautela depositó una cesta con huevos.
«Entonces, ¡es verdad!», pensó el escritor. «Anoche la mujer habló de frutas… También mencionó la cesta. Entonces, ¡todo esto viene de allá!»
Recordó su Macondo, y los confusos temores cobraron por primera vez la forma de una idea nítida y punzante, que antes le había molestado como un clavo en el zapato.
«En el libro he cerrado el círculo de la vida de Macondo. Al final de la novela, Aureliano Babilonia lee los pergaminos de Melquíades que contie­nen la historia de la familia Buendía con cien años de antelación. Empieza el huracán. En las últimas líneas de las predicciones se dice que “la ciu­dad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y deste­rrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilo­nia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
»Y cerré el círculo. Pero la ciudad de los espejismos se convirtió de pronto en realidad. ¿Qué habrá ocurrido? Quizá Macondo no haya terminado todavía su recorrido… o tal vez no se cumplieron las predicciones. ¿Quizá Aureliano comprendió en qué terminaría el viento si leía el pergamino hasta el fin? La naturaleza me da a entender, de este modo, que la muerte del ente no es la salida. Pero, por otra parte, cualquier ciclo de la vida tiene su culminación. El Macondo de mi novela lo ha agotado todo; su resurgimiento es imposible. Tal vez se trate de otro Macondo.
»Decenas de interrogantes… Sin embargo, el principal es: ¿Para qué necesito todo esto? ¿Por qué he de derrochar el precioso tiempo en estos enredos del diablo, y desgarrarme el corazón con preguntas absurdas?»

Gabriel no pudo explicar a su esposa de un modo muy coherente para qué había encargado tanta fruta y huevos. Luego se encerró en el gabinete y trató de concentrarse en el último capítulo de un relato. Escribió unas frases, las tachó y dejó la pluma. Detuvo la mirada en los estantes, donde estaban apretados sus libros. Sus hijos habían acudido a él desde todos los países, en todas las lenguas. Recordó una de las innumerables cartas; la había recibido unos cinco años atrás de Francia, si no se equivocaba. El lector, lue­go de darle las gracias habituales, le hacía una pregunta que lo había dejado perplejo: “En la mayoría de los casos sus protagonistas son desdichados, y sus vidas terminan de un modo fatal —escribía el francés—. ¿No le parece que usted es un tanto cruel con ellos?”. Contestó al lector con una larga carta, haciendo de entrada la reserva de que no intentaba justificarse, y en dos hojas le demostró lo siguiente: al escritor le interesa la verdad de ­la vida; la que es cruel e injusta es la vida, y no el hombre que la ha des­crito. Yo podría embellecer al protagonista, había escrito, porque amo a la gente. Pero no me atrevería a embellecer la vida, por muy buenas intencio­nes que tuviera. ¡Jamás! De lo contrario, una mentira arrastraría a otra, y la mentira se haría infinita, como la lluvia en Macondo.
—Te llaman por teléfono —interrumpió la esposa sus pensamientos; dio un salto tan brusco que se cayó de la silla de mimbre.

Gabriel no había oído nunca esa voz, pero algo hizo que la reconociera, y se estremeció: en su novela, precisamente Babilonia daba cima al ciclo de la vida en Macondo.
—Aureliano —dijo, temblándole la voz—. ¿Cómo vives? ―era todo oídos, pero preguntó con voz entrecortada—: ¿Qué te pasa? ¿Lloras?
—Aquí todo se viene abajo, padre —los sollozos quebraban la lejana voz de Aureliano—. Estoy al borde de la muerte. ¿Dónde encontrar la cadena que desencadene el corazón, padre?
—¿Está arremetiendo el viento? ¿Ya pasó el huracán? —Gabriel retuvo la respiración, esperando la respuesta.
—Todo se ha entremezclado, padre. Este verano ya hubo tres huracanes, que destruyeron la mitad de Macondo. Todos mis amigos se han marchado. Pero eso no es lo más terrible, padre… —la voz de Aureliano volvió a cortarse—. ¡Regresó Gastón!
—¿Cómo? —se pasmó el escritor—. ¡Pero si se había quedado en Bruselas!
—¡No! —gritó desesperado Aureliano—. Estuvo allí una semana y regresó… ¿Qué hacer ahora? No puedo vivir sin Amaranta Úrsula… ¡Tú lo sabes, padre! ¡Todo debía ser de otro modo! Mejor morir que vivir separados…
«La realidad del verdadero Macondo no es adecuada a la verdad del libro», pensó el escritor con amargura o con alivio, y preguntó:
—¿Y que hace Gastón?
—Azotó a Amaranta y amenazó que me perforaría las tripas. Está fuera de sí de ira. No sé dónde lo habrá olfateado… quizá haya leído tu libro; pero sabe que hemos vivido como marido y mujer.
—¿En qué puedo ayudarte, hijito? —la última palabra se le escapó sin querer, y Gabriel apretó fuerte el tubo del teléfono.
—No sé —Aureliano sollozó—. Que todo vuelva a ser como fue. Que sea co­mo lo has ideado tú, porque tú eres nuestro padre común. ¡Haz algo!
—La vida es la vida, hijo mío —dijo el escritor, sintiendo cansancio y un mortal vacío en el pecho—. Es demasiado fuerte como para someterse al libro.
—Pero yo pereceré sin Amaranta. Nuevamente escucho a hurtadillas cómo hace el amor con Gastón, y chilla como una gata. Por las noches destrozo su camisón con los dientes; los recuerdos me paralizan el corazón.
—Es probable que el regreso de Gastón no cambie nada —dijo cautelosamente el escritor, meditando cómo podría modificarse el argumento ideado por él—. Si tienes un hijo…
—¡No, no! —se asustó Aureliano—. El amor me ha hecho perder la cabeza, y Dios sabe lo que te he dicho. No quiero que muera Amaranta, como en tu libro. Mejor, entonces, que viva con Gastón.
—Te has enredado en tus deseos, hijo —el corazón comenzó a dolerle por la emoción—. No puedo cambiar el curso de la vida. Es más fuerte que nosotros.
—Dame un consejo, padre —rogó Aureliano—. No emprendas nada, pero dime: ¿qué debo hacer en adelante?
—No lo sé —respondió quedamente el escritor—. Los consejos todavía no han hecho feliz a nadie, Aureliano. Ya no los podré ayudar a ninguno de us­tedes, hijito. Recuerda bien esto y trasmíteselo a los demás. Han traspasa­do los límites del argumento, y yo no soy más su… padre. En la vida verdadera nada se me somete.
Depositó cuidadosamente el tubo sobre la horquilla y se acercó al botiquín, para tomarse un sedante.

—¿Qué ocurre que estás tan pálido? —advirtió su esposa durante la cena.
Gabriel asintió con gesto ausente. Su esposa dijo algo más. Volvió a asentir, sin acertar, pues estaba enfrascado en sus agobiantes pensamientos.
—No oyes lo que te dicen —le reprochó ella—. Hace media hora una mujer se metió en el jardín. Una mulata. Miraba por las ventanas y asustó a nues­tro pequeño.
—Debías haberme llamado —se encogió de hombros y se puso a pelar pensativo una banana.
―El chico gritó, y ella se escapó —explicó su esposa—. Entonces es asunto acabado.
Sólo deseaba que terminara cuanto antes esa tarde sofocante, que augu­raba tormenta; que la noche acostara en la cama a su familia y por fin pudiera estar solo. Debía reflexionar y sopesarlo todo. Lo tranquilizaba que el descubrimiento de Macondo no hubiera provocado demasiado alboroto. Claro, hubo que despachar a varios periodistas, pero la noticia del milagro no se había convertido en un hecho sensacional. Difícil juzgar porqué. Al parecer, tenía razón ese profesor: perdemos tanto y somos tan indiferen­tes, que el hallazgo de una villa diminuta —no importa que hubiese nacido de un modo fantástico e increíble, entre el humo y las llamas de una explo­sión de la imaginación humana— no había conmovido especialmente a nadie. Quizá hubiera otra explicación, quizá la gente comprendiera cuán penoso y difícil era eso para él y con su silencio y tacto quisiera decirle: este a­sunto solamente te atañe a ti, Gabriel, piensa…
Salió del jardín y se paseó hasta que se apagaron las luces en la casa. La lluvia lenta y templada coincidía perfectamente con su estado de ánimo. La lluvia le mojó los cabellos y le pegó la camisa al cuerpo. Hasta los ci­garrillos se humedecieron, y Gabriel volvió a la casa para encender uno. Había dejado abierta la puerta del hall, pensando pararse después en el um­bral para escuchar el murmullo de la lluvia, que calma más que cualquier remedio… Algo susurró a sus espaldas, ondeó en el aire: Gabriel miró hacia atrás.
En el umbral de la puerta vio a una mujer joven que lucía un floreado vestido de seda. Al parecer, también ella había vagado largo rato bajo la lluvia: los cabellos negros brillaban húmedos, el vestido, puesto sobre el ­cuerpo desnudo, se había adherido, mostrando todas las sinuosidades evidentes y ocultas. En el rostro y en los modales de la mujer se combinaban en forma sorprendente la pureza y la pericia en los secretos más atrevidos del amor.
«Decidieron que el teléfono no podía sustituir al trato vivo, y le enviaron al Padre a esta beldad descalza», pensó con amarga ironía.
—¿Eres tú quien ha estado esta tarde curioseando por las ventanas? —le preguntó, cayendo de pronto en la cuenta.
—Perdona —dijo la mujer; su voz prometía el paraíso—. No quise asustar a tu niño. Te buscaba a ti.
Hizo un leve movimiento con los pies, y los oscuros pezones de sus pechos, trasluciendo bajo la seda mojada, trepidaron amenazantes.
—A ti te han enviado… —comenzó a decir Gabriel, pero la inoportuna huésped lanzó una carcajada despectiva y lo interrumpió.
—¡Quisiera ver al insensato que se atreviera a darme alguna orden! Que le pregunten a los huesos de mi abuela en qué termina eso.
—¡Eréndira! ¡La cándida Eréndira! —exclamó el escritor.
Dio un paso ha­cia la mujer y la abrazó fuertemente, como a una hija que no había visto en muchos años. Eréndira lo cubrió de besos, y en cierto instante Gabriel com­prendió, de improviso, que no había en ellos el menor indicio de los besos de una hija. En sus labios ansiosos y expertos sólo había pasión, nada más que pasión. Se desprendió torpemente del abrazo y retrocedió perplejo.
—Tu bolso… —dijo, señalándolo con los ojos—. Se ha caído…
Del bolso cayeron unos papeles, recortes de diarios y revistas. Eréndi­ra se inclinó para recogerlos, pero su brusco movimiento los dispersó. Ga­briel vio que eran retratos suyos, impresos en periódicos y revistas recientes y de hacia muchos años, ya amarillentos.
—¿Para qué los quieres? —se asombró.­
Eréndira se estremeció como si la hubieran golpeado y alzó la mirada.
—Cándida fui en otros tiempos —dijo, sombría. Sus ojos restallaron—. Re­salta irónico…
Se quedó cavilando en algo muy suyo y se sentó desalentada en el suelo, mientras sus ojos pescaban al vuelo el mínimo movimiento de Gabriel.
―Resulta absurdo —repitió, obstinada y como si se interrogara a sí mis­ma—. Debería odiarte: me has dado un destino asqueroso y me has puesto por precio veinte centavos. En otros tiempos, en comparación conmigo todas las prostitutas del mundo eran santas. Yo he triunfado, huí llevándome el oro de la abuela… Y en lugar de odiarte con toda el alma y con todo mi oro, me estoy achicharrando en la hoguera de un amor sin sentido…
—¿Qué te ocurrió después? —preguntó Gabriel. Le parecía que le azotaban el corazón con ortiga.
—Pues tú debes saberlo —Eréndira se encogió de hombros—. Cuando Ulises acuchilló por quinta vez a esa desalmada, echamos a correr. Pero Ulises era débil; le dieron alcance a orillas del mar. Medio año más tarde murió en la cárcel… y yo me marché. Al cabo de cuatro años me fui a Macondo, y allí descosí el chaleco de la abuela con los lingotes de oro. Los años siguientes viví como la hierba. Tardé mucho en saber de ti. Después comenzó todo esto… —Eréndira señaló rendida los recortes—. En este amor no había más sentido que en mi vida nula.
Se incorporó de golpe, suave y ágilmente, como una fiera.
—Oye —susurró con ardor la mulata, rozándolo con el pecho—. Soy bella, y tú no eres un santo, yo lo sé. Oye, amado mío. Veinte centavos asignaste por mí, y yo por esta noche te doy todos los lingotes de oro. ¡Sácame de aquí!
—Has inventado esta pasión —sonrió Gabriel—. Todas las chiquillas se enamoran de los artistas y de los escritores. Luego se les pasa ese enamora­miento infantil, y se olvidan para siempre de sus ídolos.
—Soy mujer, mil veces mujer; tú lo sabes perfectamente —dijo furiosa Eréndira.
—Todavía eres una niña —objetó suavemente el escritor—. Has vivido pri­mero la vida de una persona mayor, y ahora has retornado a la infancia. El hombre no puede morir sin haber sido niño.
—Pero yo te quiero —murmuró Eréndira—. He soñado contigo.
—No debe confundirse lo infantil y lo propio de los mayores —dijo Ga­briel, recogiendo los retratos—. No todo se puede amar con la boca, las ma­nos y el cuerpo. Hay que dejar algo para el alma. Es el amor que siempre nos falta. A ti, a mí, a todos. ¿Comprendes?
—Tu alma está ocupada —replicó Eréndira, enardecida—. Con el trabajo, con la familia, con los amigos.
—Allí se encontrará todavía un rinconcito —dijo, y se sintió aliviado. Contemplaba a la mulata con ternura y admiración—. Puedes no creerme, pero te he querido ya entonces, cuando por primera vez creaba tu imagen.
—Me tenías lástima, pero no me querías —Eréndira guardó los recortes en el bolso—. No es lo mismo.
Echó una mirada al pequeño reloj de oro, que colgaba como una gotita de la muñeca morena.
—Dentro de una hora y media parte el tren —dijo la mujer, y sacó un cigarrillo—. Hagamos de cuenta que, para comenzar, no estuvo del todo mal. Te he visto, y tú a mí. No me has echado ni ofendido, y me has prometido un rinconcito en el alma… —sonrió tristemente.
—Te llevaré a la estación —le propuso Gabriel.
La mujer negó con la cabeza y salió del hall. Su vestido estampado se diluyó de inmediato en la oscuridad, y sólo la llamita del cigarrillo flotó unos instantes en el jardín, como una luciérnaga. Luego también desapareció.

Las visitas se marcharon bien pasada la medianoche. De lo bebido ―y había bebido mucho―, sentía un ligero mareo. La esposa se había ido a su cuarto. Gabriel escanció la copa de vino y decidió llamar por teléfono a su amigo.
—¿No duermes? —preguntó, y se le quejó—. Mis protagonistas se han hecho la mar de insolentes. Llaman cada día, como si fuera senador de su departa­mento. ¿Qué ocurrirá con el mundo, si todo lo creado por la imaginación co­mienza a materializarse?
—Cálmate —dijo el amigo—. Durante mil años no ha ocurrido nada semejan­te, ni ocurrirá en adelante. Has tenido suerte y, para colmo, te quejas.
—¡Pero si no me dejan trabajar! —replicó Gabriel—. Este desbarajuste dura ya dos semanas; en este tiempo no he escrito una sola línea. ¿Qué pien­sas, Macondo es un premio o un castigo?
—Es como los hijos —suspiró el amigo—. Son nuestra dicha y también nuestra perdición. Vete a dormir, filósofo.
—Pues no —refunfuñó el escritor, colgando el tubo—. Se me ha ocurrido algo. ¡Les ayudaré! A ellos y, de paso, a mí…
Fue a la cocina. Recordando los cuentos de la abuela Tranquilina, que había escuchado entusiasmado de niño, arrancó una pluma de un viejo abanico y en los cajones de la cómoda encontró un paquete de nueces. Faltaba algo… ¡Ah, sí! La vela.
—Ahora haremos orden en el Universo —se rió, entregado a los preparativos para la brujería.
Encendió la vela y se hecho sobre el dedo varias gotitas de cera. Des­pués colocó en el cenicero la cáscara de nuez y la pluma, les prendió fuego y comenzó a frotar rápidamente el dedo, repitiendo:
—¡Márchate cera, sepárate! ¡Disípate junto con las preocupaciones! Las mías y las de ellos… Que vivan como quieran —añadió, para más seguridad.
La pluma terminó de arder, lanzándole a la cara el olor del humo pesti­lente. De pronto, Gabriel se asustó. ¡Había algo que no debía haber dicho bien! Quizá no lo comprendieran debidamente… No podía ni quería desprenderse de las preocupaciones al precio de Macondo. ¡Que vivan! Cien, o mil años. Pero que lo incordien menos con sus problemas y angustias… Ahora había formu­lado bien su deseo. Incluso lanzó un gemido, creyendo, como en la infancia, que el conjuro se cumpliría de inmediato.
Acto seguido recordó otro cuento de la abuela Tranquilina. ¡Sí, sí! Decía que cuanto más se resista al dolor, más fuerte será el encantamiento.
—Salva a Macondo… —susurró Gabriel, dirigiéndose no se sabe a quién, y puso el dedo sobre la llama de la vela.
Un dolor intenso le hizo recuperar el sentido, pero no retiró la mano. Y cuando ya no podía resistir más, sonó el teléfono.
—¡Eres tú! —se alegró Gabriel de oír la lejana voz de Eréndira—. ¡Qué buena eres, que has llamado! ¿Cómo está Macondo? ¿Qué hay de nuevo? ¿José recubrió el tejado? ¡Magnifico! ¿De qué farmacia hablas? Ah, sí… ¿A la boda? Iré. Con toda la familia… Has hecho bien, pícara. ¿Y allá nueva­mente llueve? Perdona, oigo mal… Sí, diles en el Hotel de Jacob que me re­serven dos habitaciones… Qué flores son…
Perdió la sensación del tiempo, tratando de prolongar la conversación que ya no trataba de nada en especial, y alegrándose de que su criatura viviera y que, al parecer, incluso comenzara a resurgir, contrariamente al sentido común y al argumento de la novela.
La voz de Eréndira se perdió y reapareció.
—Comprendo, la lluvia —gritaba en el tubo, olvidándose de que podía despertar a la esposa—. Hola, hola… —en vano; el sonido se pierde en la ciénaga—… Cuéntame algo más.
La voz de Eréndira se cortó de pronto a mitad de la palabra. Gabriel gritaba y soplaba en el tubo, golpeaba los contactos del aparato, pero Eréndira no respondía.
Llamó a la central telefónica.
—¿Por qué han interrumpido la conversación? Si el abonado no tiene dinero, pase la suma a mi cuenta —exigió.
—¿Con quién hablaba? —preguntó la telefonista.
—¡Macondo! ¡Necesito hablar con Macondo!
—Con Macondo no hay comunicación —respondió una voz somnolienta.

FIN

Publicado en: Revista Cuasar nº 7 - Editorial Anteo.
Edición digital: Priapus.
Revisión: abur_chocolat.

lunes, 21 de junio de 2010

Polyushka Polye

AMOR de Yuri Olesha

Olesha, Yuri Karlovich. Nació el 3 de Marzo (19 de Feb. Estilo antiguo) 1899 en Elizavetgrad, Ucrania, el hijo del ex propietario de la tierra. Su familia se trasladó a Odessa en 1902. Empezó a escribir poesía en el gimnasio. Después de graduarse en el gimnasio, se matriculó en la Facultad de Derecho en la Universidad Novorossik. Al mismo tiempo, participó en grupos de discusión literaria en Odessa, junto con Ilya Ilf, Valentin Kataev, y Eduard Bagritsky. En 1919, a pesar de la actitud monárquica de sus padres, Olesha se unió al Ejército Rojo...

    Shuvalov estaba en el parque esperando a Leyla. Era mediodía y hacía calor. Al ver a un lagarto subido a una piedra, pensó: “El lagarto está completamente indefenso sobre la piedra, se le puede descubrir en seguida. Mimetismo… - se dijo, y aquello le hizo pensar en los camaleones -. Claro, esto es lo que se necesita: ¡un camaleón!” El lagarto desapareció. Fastidiado, Shuvalov se levantó del banco y empezó a recorrer rápidamente el sendero. Estaba molesto. De pronto se había sentido en lucha contra algo. Se quedó quieto y dijo con voz bastante fuerte: -¡Al diablo todo! ¿ Por qué tengo que pensar en mimetismo y camaleones? Son ideas que no me sirven de nada. Salió a un espacio abierto y se sentó sobre una piedra. Los insectos volaban raudos a su alrededor; las cañas se estremecían. 
    La arquitectura formada por el vuelo de los pájaros, moscas y demás insectos, era difusa, pero se podía discernir el débil trazado de arcos, puentes, torres, terrazas, una ciudad variable que cambiaba continuamente de forma. “Empiezo a perder la cabeza – pensó -. El campo de mi atención se está complicando y me vuelvo ecléctico. ¿Qué me pasa? Empiezo a ver cosas que no existen”. No había señal de Lelya. Pasar tanto rato en el parque no formaba parte de sus planes. Reanudó su paseo. Se enteró de la existencia de muchas especies de insectos. Un mosquito trepaba por una brizna de hierba, lo cogió y se lo puso en la palma de la mano. Súbitamente su delgado cuerpecillo salió disparado en el Sol. Shuvalov se enfureció aún más. «¡Maldita sea! ¡Si esto continúa, dentro de media hora seré naturalista!» Los troncos de los árboles eran de muchas clases, lo mismo que los tallos y las hojas. Vio pasto nudoso como el bambú, se sorprendió ante la multitud de tonos del césped, incluso los variados matices del suelo representaban una sorpresa para él. «No quiero ser naturalista —rogó—. No puedo hallar aplicación para esas observaciones casuales.» Pero no había señal de Lelya. Hizo algunas deducciones estadísticas y algunas clasificaciones. 
    Podía explicar que la mayoría de los árboles de aquel parque eran de tronco grueso y hojas en forma de trébol. Sabía distinguir los zumbidos de los diversos insectos. Contra su voluntad, su atención se centraba en asuntos que no tenían el menor interés para él. Y aún no había señal de Lelya. Se sentía rebosante de añoranza e irritación. Caminando hacia él, en vez de Lelya, se acercaba, cubierto con un sombrero negro, un individuo a quien no había visto jamás. El hombre tomó asiento a su lado, en el banco verde. Tenía un aspecto desalentado, con la cabeza inclinada y una mano blanca sobre cada rodilla. Era joven y tranquilo. Más tarde supo que padecía de daltonismo. Los dos sintieron necesidad de hablar. —Le envidio —dijo el joven—. Dicen que las hojas son verdes. Yo nunca he visto hojas verdes. Yo tengo que comer peras azules. —El azul no es comestible —replicó Shuvalov—. Una pera azul me revolvería el estómago. —Yo como peras azules —repitió sombríamente el joven daltónico. Shuvalov se encogió de hombros. —Dígame —preguntó—, ¿se ha dado cuenta de que cuando los insectos vuelan a nuestro alrededor se forma una ciudad, líneas imaginarias...? —No puedo decir que lo haya hecho —contestó el daltónico. —¿Así que usted ve el mundo tal como es? —Sí, excepto algunos detalles cromáticos —volvió su cara pálida hacia Shuvalov—. ¿Está usted enamorado? —Sí —le contestó éste, cándidamente. —Dejando de lado una ligera confusión en materia de colores, todo es tal como debe ser —dijo el daltónico más animado y haciendo un amplio gesto hacia su alrededor. —¡Pero las peras azules, vaya tontería! —sonrió Shuvalov. 
    Lelya apareció en la distancia. Shuvalov saltó en su asiento. El daltónico se levantó, se quitó el sombrero y se retiró. —¿Es usted violinista? —le gritó Shuvalov. —Ve usted cosas que no son —le contestó el joven. —¡Tiene cara de violinista! —le gritó de nuevo con fuerza Shuvalov. El daltónico, sin detenerse, dio una respuesta que no pudo oír bien, aun cuando le pareció entender: —¡Va por mal camino! Lelya se acercaba rápidamente. Se levantó y dio unos pasos hacia ella. Las ramas con hojas en forma de trébol ondulaban. Shuvalov se quedó en medio del sendero. Las ramas susurraban. Al acercarse ella, el follaje la saludó alegremente. El joven daltónico miró hacia atrás y pensó: «Se ha levantado un poco de viento», y observó que las hojas se comportaban como cualquier hoja agitada por el viento. Vio mecerse las copas azules de los árboles. Shuvalov vio copas verdes, pero sacó una conclusión anormal. Pensó que los árboles saludaban a Lelya. El joven daltónico estaba equivocado, pero el error de Shuvalov era mayor. —Veo cosas que no existen —repitió. Lelya llegó hasta él. Llevaba una bolsa de albaricoques en una mano, le tendió la otra. El mundo cambió precipitadamente. —¿Por qué pones esta cara? —le preguntó ella. —Me siento como si llevase gafas. Lelya sacó un albaricoque de la bolsa y lo partió por la mitad y tiró el hueso que cayó sobre la hierba. Shuvalov miró asustado a su alrededor. Miró en tomo suyo y vio que donde había caído el hueso, había crecido un árbol, un esbelto y radiante arbolillo, un milagroso parasol. Entonces le dijo a Lelya: —Está sucediendo algo absurdo, estoy empezando a pensar en imágenes. Las leyes de la naturaleza ya no existen para mí. Dentro de cinco años, habrá en este lugar un albaricoquero. Puede que sea así, científicamente es perfectamente posible. Pero desafiando a todo lo que es natural, acabo de ver este árbol con cinco años de anticipación. ¡Qué ridiculez! ¡Me estoy volviendo idealista! —Es porque estás enamorado —repuso ella, salpicándole con jugo de albaricoque. 
    Le esperaba reclinada sobre unos almohadones. La cama había sido colocada en un rincón. Las guirnaldas del empapelado tenían un brillo dorado. Él se acercó y ella le rodeó con sus brazos. Era tan joven y grácil que cuando sólo llevaba el camisón, su desnudez parecía sobrenatural. El primer abrazo fue tempestuoso. El medallón infantil saltó de su garganta y se le prendió en el pelo como una almendra de oro. Shuvalov se inclinó sobre su rostro, que se hundió en los almohadones tan lentamente como el de una moribunda. La lámpara estaba encendida. —Voy a apagarla —dijo Lelya. Shuvalov estaba tendido cerca de la pared. El rincón empezó a moverse hacia él. Con los dedos fue siguiendo el dibujo de la pared. Empezaba a comprender que la porción de papel junto a la cual se estaba quedando dormido tenía una doble existencia: una, la de todos los días y que no tenía nada de extraordinario: simples guirnaldas. La otra, nocturna, percibida cinco minutos antes de quedarse dormido. Destacando súbitamente cerca de él, los elementos del dibujo fueron creciendo, más detallados y extraños. Cerca ya del sueño su percepción se hizo más infantil, no se quejó de la transformación de las formas propias y familiares, tanto más que esta transformación tenía algo de enternecedor: en vez de círculos y espirales, vio una cabra, un gorro de cocinero... —Y aquí hay una clave de tiple —dijo Lelya, comprendiéndole. —Y un camaleón —balbuceó él y se quedó dormido.
    Se despertó muy temprano. Muy temprano. Se despertó, miró a su alrededor y dio un grito. Un sonido beatífico salió de su garganta. Durante la noche que acababa de transcurrir, la transformación del mundo que había empezado con su primer encuentro, había sido completada. Se despertó en una Tierra nueva. El resplandor de la mañana llenaba la habitación. Descubrió la repisa de la ventana, y en ella, tiestos con flores multicolores. Lelya estaba dormida y le daba la espalda. Reposaba encogida, la espalda doblada y bajo la piel, su espina dorsal se dibujaba como un junco esbelto. «Una caña de pescar... Una caña de bambú», pensó Shuvalov. En esta nueva Tierra todo era enternecedor y absurdo. A través de la ventana le llegaban las voces del exterior, la gente estaba hablando de los tiestos colocados en la ventana. 
    Se levantó y se vistió, manteniéndose erguido no sin esfuerzo. La gravedad terrestre había dejado de existir. Aún no comprendía las leyes de este nuevo mundo y actuaba con precaución, tímidamente, temiendo que cualquier movimiento brusco pudiese tener un efecto devastador. El mismo pensamiento, la sola percepción de los objetos, representaban un riesgo. ¿Y qué pasaría si durante la noche se le hubiese concedido el don de materializar los pensamientos? Existía cierta base para una suposición de tal índole. Como, por ejemplo, sus botones se habían abrochado solos y tan pronto como pensó en humedecer su cepillo para alisarse el pelo, oyó el sonido del agua goteando en el grifo. Miró en torno suyo. Apoyados contra la pared brillante de Sol, un montón de vestidos de Lelya relucían con todos los colores de un globo Montgolfier. —Aquí estoy —dijo el grifo, desde el montón de ropa. Lo encontró, junto con el lavabo, debajo del montón de vestidos. Al lado había una pastilla de jabón rosado. Shuvalov estaba asustado, pues temía pensar en algo terrible. «Que entre un tigre en la habitación», pensó en contra de su voluntad. Pero de algún modo se las compuso para escapar del pensamiento. Miró hacia la puerta con terror. 
    La materialización tuvo lugar, pero ya que el pensamiento no había sido totalmente formado, el efecto fue aproximado y remoto: una avispa entró por la ventana, era rayada y estaba sedienta de sangre. —¡Lelya, un tigre! —gritó Shuvalov. Lelya se despertó. La avispa se había colocado en el borde de un plato. Zumbó giroscópicamente. La muchacha saltó de la cama y la avispa voló hacia ella; quiso apartarla de sí, la avispa y el medallón giraban a su alrededor. Shuvalov golpeó la joya con la palma de la mano y ambos persiguieron al insecto con determinación hasta que Lelya lo cubrió con su crujiente sombrero de paja. Shuvalov tuvo que marcharse. Se despidieron parados en una corriente de aire que, en este nuevo mundo, resultó ser curiosamente activa y con muchas voces... Abrió de golpe una puerta del piso inferior, cantó como una lavandera, arremolinó las flores sobre la repisa de la ventana, levantó el sombrero de Lelya liberando la avispa y lo depositó en la ensaladera, hizo que el pelo de Lelya se erizase: silbaba, hinchando el camisón de Lelya. Se separaron. Shuvalov, demasiado feliz para sentir el suelo bajo sus pies, descendió y salió al patio. No, no sentía la escalera bajo sus pies, ni el porche o el suelo. Fue entonces cuando descubrió que todo aquello no era un espejismo sino la realidad: sus pies estaban suspendidos en el aire, volaba. —Vuela con las alas del amor —oyó que decía una voz al pasar bajo una ventana. Se irguió cuanto pudo, su camisa, anudada a la cintura, se convirtió en un miriñaque; había fiebre en sus labios, voló chasqueando los dedos. A las dos llegó al parque. Cansado de amor y de felicidad, se quedó dormido sobre un banco verde. Siguió durmiendo. El sudor de su cara hervía al Sol. Dormía, las clavículas asomando por la camisa abierta.
    Un desconocido, llevando algo parecido a una sotana, sombrero negro y gruesas gafas azules, caminaba lentamente por el sendero, con el porte de un sacerdote; las manos unidas a la espalda y levantando y bajando la cabeza. Se acercó a Shuvalov y se sentó a su lado. —Soy Isaac Newton —dijo el desconocido, quitándose el sombrero. A través de sus gafas veía su fotográfico mundo azul. —¿Cómo está usted? —murmuró Shuvalov. El gran científico se sentaba erguido, alerta, como sobre ascuas. Escuchaba intensamente, con las orejas temblorosas y el índice de su mano izquierda levantado como si estuviese señalando un coro invisible a punto de cantar a su menor indicación. La naturaleza contenía el aliento. Shuvalov, sin hacer ruido, se ocultó detrás del banco. La grava crujió bajo sus pies. El famoso físico escuchaba el vasto silencio de la Naturaleza. A lo lejos, bajo un macizo de verdura, una estrella brilló como durante un eclipse y se apagó. —¡Allí! —exclamó de pronto Newton—. ¿Lo ha oído? Sin mirar, extendió una mano, asió a Shuvalov por la camisa, y levantándose, lo sacó de su escondite. Caminaron por el prado. 
    Los amplios zapatos del científico pisaban suavemente y dejaban huellas blancas sobre la hierba. Un lagarto se deslizó frente a ellos, mirándoles de reojo de vez en cuando. Pasaron a través de un matorral, que decoró la montura de acero de las gafas del científico con pelusa y mariquitas. Penetraron en un claro. Shuvalov reconoció el arbolillo que había nacido el día anterior. —¿Albaricoquero? —preguntó. —No —gritó el científico, con irritación—. Es un manzano. El esqueleto del manzano, la armazón enrejada de su copa, ligera y frágil como la armazón de un globo Montgolfier, era visible a través de la cubierta exigua del follaje.
    Todo estaba inmóvil y en silencio. —¡Aquí! —dijo el científico deteniéndose, y debido a la inclinación de su espalda, su voz sonó como un gruñido—. ¡Aquí! —tenía una manzana en la mano—. ¿Qué significa esto? Era evidente que no tenía mucha costumbre de agacharse. Al erguirse, echó varias veces los hombros hacia atrás, readaptando su espina dorsal, la vieja caña de bambú de la espina. La manzana reposaba entre tres dedos. —¿Qué significa esto? —repitió, con un jadeo que le embozaba la voz—. ¿Quiere decirme por qué ha caído la manzana? Shuvalov la miró como una vez lo hizo Guillermo Tell. —Por causa de la ley de gravedad —balbuceó. Después de una pausa, el gran científico preguntó: —¿Me equivoco, jovencito, al decirle que esta mañana ha volado usted? —dijo con el tono de un profesor que examina a un estudiante. Sus cejas sobresalían por la montura de las gafas—. ¿Me equivoco al decirle que esta mañana ha volado, joven marxista? Una mariquita se arrastró de su dedo a la manzana. Isaac Newton la miró y le pareció de un azul deslumbrante. Frunció el ceño. El insecto se colocó en la parte más alta de la manzana y salió volando con la ayuda de alas salidas de algún sitio, como un hombre de levita se saca un pañuelo de un bolsillo equivocado. —¿Me equivoco al decirle que esta mañana ha volado? Shuvalov no contestaba. —¡Cerdo! —dijo Isaac Newton. Shuvalov se levantó. —¡Cerdo! —decía Lelya parada ante él—. Me estás esperando y te quedas dormido. ¡Cerdo! Le quitó una mariquita de la frente y sonrió ante el resplandor metálico de su cuerpecillo. —¡Maldita sea! —gritó él—. Te odio. Hubo un tiempo en que yo sabía que esto era una mariquita y no necesitaba saber más. Bueno, quizá tendría que haber llegado también a la conclusión de que había algo irreverente en su nombre [En ruso "mariquita" es literalmente "la pequeña vaca de Dios"] Pero desde que nos conocimos, algo le ha ocurrido a mi vista. Veo peras azules y confundo una mosca agárica con una mariquita. Ella quiso abrazarle. —¡Déjame! ¡Déjame! —gritó—. Estoy harto de ti, estoy avergonzado. Gritando, se fue corriendo como un ciervo. Corrió, resoplando y saltando salvajemente, huyendo de su propia sombra. Finalmente se detuvo sin aliento. Lelya se había desvanecido. Decidió olvidarlo todo. Debía encontrar de nuevo el mundo que había perdido. —Adiós, ya no nos veremos más —suspiró. 
    Se sentó en un pedrusco que encontró en un terraplén que daba sobre un amplio paisaje punteado de fincas de veraneo. Se situó en el vértice de un prisma, las piernas colgando sobre el declive. A sus pies, el amplio parasol de un vendedor de helados daba vueltas y el hombre y sus enseres tenían, en cierto modo, la apariencia de un pueblo africano. —Estoy viviendo en un paraíso —dijo el joven marxista, con voz abatida. —¿Es usted marxista? —oyó que le preguntaban. Un hombre cubierto con un sombrero negro, el joven daltónico cuyo conocimiento Shuvalov trabó con anterioridad, estaba sentado a su lado. —Sí, soy marxista —contestó Shuvalov. —Entonces no puede vivir en el Paraíso. El joven daltónico jugaba con un bastoncito. Shuvalov siguió suspirando. —Pero, ¿qué puedo hacer? La Tierra se ha convertido en un Paraíso. El joven daltónico silbó y se rascó la oreja con el bastoncito. —¿Sabe usted a lo que he llegado? —continuó Shuvalov—. Esta mañana he volado. Una cometa colgaba del cielo como un sello de correo pegado de través. —Si quiere se lo demostraré, volaré hasta allí —Shuvalov extendió una mano. —No, gracias; no quiero ser testigo de su desgracia. —Sí, es terrible —asintió Shuvalov, tras una pausa—. Sé que es terrible. Le envidio —prosiguió. —¿De verdad? —Se lo aseguro. Es maravilloso verlo todo correctamente y estar, como usted, sólo confundido en algunos detalles de color. No necesita vivir en el Paraíso. El mundo no le ha sido borrado. Todo permanece en el orden que le es propio. Y yo, ¡piénselo!, estoy perfectamente bien, soy un materialista. ¡De pronto, una criminal y anticientífica distorsión de substancias, de materia, ha tenido lugar ante mis propios ojos! —Sí, es terrible —admitió el joven daltónico—. Y todo por culpa del amor. Shuvalov asió de pronto la mano de su vecino. —Sí, es verdad, tiene razón. —Y añadió apresuradamente—: ¡Déme sus retinas y quédese mi amor! El joven daltónico empezó a saltar el declive. —Perdóneme —dijo—. No tengo tiempo, adiós. Siga viviendo en su Paraíso. Le fue difícil bajar por el talud. Lo hacía con las piernas muy separadas y parecía más un reflejo humano en el agua que un hombre de verdad. Llegó, por fin, al llano y caminó alegremente. Después, tirando el bastoncito al aire, le envió un beso a Shuvalov y le gritó: —¡Dele mis recuerdos a Eva! Mientras tanto, Lelya dormía. 
    Una hora después de su encuentro con el joven daltónico, Shuvalov la halló en las profundidades del parque, en su mismo corazón. No era naturalista, no podía identificar la vegetación que le rodeaba: avellanos, espinos, saúcos o escaramujos. Ramas, arbustos, todos le presionaban por todas partes. Caminaba como un vendedor ambulante, cargado con canastas llenas de vástagos entrelazados, fuertemente atados en el centro. Se entretuvo tirando las canastas que derramaban sobre él hojas, pétalos, espinas, bayas, pájaros... Lelya estaba tendida sobre la espalda. Iba ataviada con un vestido rosado, abierto en el cuello. Dormía. Pudo oír un ligero chasquido en su nariz, congestionada en el sueño. Se sentó a su lado. Entonces apoyó la cabeza sobre su seno, pasando los dedos sobre el algodón estampado que ella llevaba. Su cabeza reposaba sobre un seno húmedo de transpiración, podía ver el pezón rosado, ligeramente arrugado como la nata de la leche. Estaba sordo al susurro de las hojas, al chasquido de las ramas, a las respiraciones. De pronto el joven daltónico apareció detrás de los barrotes de un arbusto. El arbusto no le dejaba pasar. —Oiga —dijo el joven daltónico. Shuvalov levantó la cabeza, con la dulzura adherida a la mejilla. —Haga el favor de no seguirme como un perro... —dijo. —Oiga, estoy de acuerdo. Yo le doy mis retinas y usted me da su amor. —Vaya a comer peras azules —contestó Shuvalov.

FIN

Traducción: Irene Peypoch.
Publicado en: Las mejores historias siniestras, seleccionadas por Laurette Naomi Pizer.
Editorial Bruguera S.A. Libro Amigo 68, 1968.
Edición digital: urijenny.