Panasenko, Leonid. Nace el 25 de abril de 1949 en Perkovich pueblo remoto de Ucrania, donde no había electricidad. Su padre le enseñó a leer libros sobre ciencia ficción y ultrasonido. Quería ser químico, biólogo o físico inventor. Ayudando a su padre construyó un telescopio. Su padre muere en 1958 y él entra al internado Lyubitivsky, donde terminó secundaria. En 1974, se graduó en periodismo en la Universidad Estatal de Kiev. T. Shevchenko.
Veía en sueños a pordioseros desdentados, abriendo pedigüeña y quejumbrosamente el abismo de la boca. Lo asían de la ropa, mugían, y él, estremeciéndose de lástima y repugnancia, sacó del bolsillo un puñado de dientes sanos, blancos como el azúcar, y los arrojó a los mendigos… Los haraposos mutilados se echaron al suelo y se trenzaron en el polvo del camino, recogiendo esos frijoles deslumbrantes para poblar con ellos la boca. Les arrojó otro puñado, y otro más, hasta que una voz imperiosa dijo a sus espaldas:
―Ahora llévalos hasta el agua, cúrales las heridas y lávales las costras. Son tus hijos.
Quiso objetar que únicamente Dios podía hacer eso, pero no se atrevió. Condujo a la caterva hasta el río, repartiendo por el camino muelas a quienes no les habían alcanzado.
―No olvides de recoger sus costrillas —le recordó la misma voz a la espalda—. Júntalas y quémalas. Y fíjate que se quemen bien hasta el fin; de lo contrario volverán a cubrir los cuerpos de los hombres.
Sonó el teléfono. La pesadilla se interrumpió: los mendigos retrocedieron y se esfumaron en las penumbras del dormitorio. Las llamadas eran largas y exigentes; debía ser de otra ciudad.
—¡Hola! —dijo Gabriel, apoyándose somnoliento contra la pared.
Algo chasqueaba y murmuraba en el tubo, como si hasta allí llegara el zumbido de los hilos telefónicos, que corren desde la ciudad a través de la maleza intransitable y la ciénaga, que se encaraman de noche a los montes y cruzan las sabanas sacudidas por el viento.
—Hable —repitió el escritor, ya irritado. En el aparato algo murmuraba monótonamente: en el otro extremo caía una lluvia interminable.
―¿De modo que vendrás, padre? —brotó inesperadamente una voz masculina, tal como si continuara una conversación interrumpida, y en el tubo se oyó la señal de que se había acabado la conversación.
Gabriel bostezó. Menos mal que alguien había errado el número, o la central se había equivocado. Más vale levantarse de noche que repartir en sueños dientes a los pordioseros. No volvió al dormitorio ―pues dudaba de que pudiera conciliar el sueño―, sino que se acostó en el gabinete. Si no se dormía, podría encender la lámpara de mesa y trabajar un poco.
Por lo visto, se quedó adormecido. El teléfono tronó de improviso y volvió a asustarlo, porque las llamadas nocturnas siempre son misteriosas y significan una desgracia o la tontería de alguien. Por cierto, la tontería ajena también es una desgracia.
—¿Todavía no se ha cansado? —preguntó furioso el escritor, cuando en lugar de respuesta oyó algo así como el susurro de la lluvia o la respiración de alguien.
Esta vez la lejana voz pertenecía a una mujer. Se perdía entre la maraña de hilos, caía a la ciénaga, se aferraba a las lianas. Además, el viento de la sabana la sacudía, despiadado:
—Perdona, padre… —dijo la mujer—. Tenemos un solo aparato para toda la ciudad… Todos quieren oír tu voz… otra vez llueve… Te hemos enviado frutas…. y una cesta… te llamaremos…
Una vez más se oyeron los sonidos intermitentes.
—Para qué necesito vuestras frutas —murmuró Gabriel, lamentándose de que esas tontas llamadas pudieran despertar a su esposa y a sus hijos—. En Bogotá sobran los padres que tienen muchos hijos. Pero ¿qué tengo que ver con esto, maldita sea?
Para asombro suyo, volvió a dormirse tan profundamente, que no soñó nada, sin sospechar que no en vano el subconsciente le había enseñado a los mendigos, ni que las llamadas nocturnas se trocarían en ajetreos asombrosos e inverosímiles.
Cuando desayunaban irrumpió en la casa un viejo amigo de Gabriel.
—Ahora se explica —dijo, sin recobrar el aliento—. Por supuesto, no has abierto los periódicos matutinos.
—Hace mucho que no creo que los diarios puedan sorprender al mundo —sonrió el escritor—. Además, ¿no te emociona el aroma de este exquisito café?
—Lo que me emociona es este artículo —dijo el amigo—. Mañana lo reproducirán en todos los diarios del mundo.
Gabriel recorrió con la vista el texto impreso bajo este llamativo título:
¿Materialización de una invención, o efecto de “hemeralopía”?
»En la cuenca del río Magdalena, en los poco accesibles bosques tropicales, se ha encontrado el poblado de Macondo, que coincide exactamente con el pequeño mundo perdido pintado en la novela de nuestro notable escritor Gabriel… Los nombres de sus habitantes y sus biografías, así como la historia de la pequeña ciudad, concuerdan con la invención del escritor que, como se sabe, dijo que Aracataca, la ciudad de su infancia, había sido el prototipo de Macondo.
»Así pues, cabe preguntar: ¿qué es esto? ¿Un milagro? ¿La materialización de la inventiva de un genio? ¿O la revelación del efecto de hemeralopía, es decir, cuando nos pasamos años y años sin advertir lo que tenemos textualmente delante de las narices?
»En efecto, sería más razonable suponer que Macondo ha existido siempre y que nuestro egoísmo y egocentrismo nos han nublado la mirada. El profesor Maurice Lavanture, negando que Macondo sea el producto semimístico de la sustancia de la imaginación, declaró a nuestro corresponsal: “La civilización, en su ciega huida a ninguna parte, lo que algunos optimistas denominan progreso, se olvida y pierde no sólo poblados extraviados como Macondo, sino incluso países y pueblos enteros. En última instancia, el olvido total o parcial es nuestro destino común. No dudo de que el maestro Gabriel, cuya pluma posee el don de desnudar el mundo, simplemente sintió lástima del Macondo real y de sus habitantes, y los ocultó tras el velo de la invención. Pero ¡ay!, en la naturaleza no existen velos eternos. También éste cayó”.
El autor terminaba el artículo prometiendo a los lectores que en el número siguiente publicaría las aclaraciones del célebre compatriota.
—¿Qué significa esto? —interrogó Gabriel, desconcertado.
—Tú lo sabrás mejor —se encogió de hombros su amigo.
—¡Pero si no existe ningún Macondo! —exclamó el escritor, y tiró el diario—. Claro que algo tomé de Aracataca… Pero ¿qué tiene que ver Macondo?
—Debías haber escrito peor —le espetó su amigo.
—¿Qué? ¿También tú crees en este disparate? —se asombró Gabriel—. ¡Bueno, esto ya pasa de castaño oscuro!
—Es difícil inventar algo semejante —replicó su amigo—. Además, ¿para qué? Tal vez sea un error o una coincidencia, y los periodistas se han apresurado a inflar este caso sensacional. De todos modos, esto no te hace falta para nada. Mantén a distancia a los periodistas; si no se echa leña a la hoguera, se apaga más rápido.
El escritor recordó las extrañas llamadas nocturnas y se quedó helado. ¿Y si en realidad se había producido el milagro? Quizá sus propias criaturas habían tratado de hablar con él desde el perdido Macondo… Le decían “padre”, y que todos querían escuchar su voz…
No. Un poco más, y podía perder el juicio.
—¿Qué debo hacer? —interrogó desconcertado—. ¿Y si en realidad todo ha… revivido?
—Pues déjalo que viva —se echó a reír su amigo—. Tu Macondo imaginario hace mucho que ha cobrado vida real en la mente de los lectores. Nada cambiará. Absolutamente nada. Claro que te añadirá más de un trajín, pero a mi entender no hay otra variante.
Gabriel levantó el diario y lo recorrió una vez más con los ojos. Sus cejas, comúnmente jocosas, cayeron, comunicando una expresión reflexiva al rostro.
—¿Sabes qué te digo? Les tengo miedo. No al hecho en sí, pues ya antes solían darse milagros, sino a ellos. Porque soy yo quien les ha dado el destino: el nacimiento, las alegrías, las penas y, por último, la muerte. Para ellos soy el Creador, ¿comprendes? Si llegan a venir y preguntarme…
—¿Qué? —se sorprendió su amigo—. Ellos tienen que adorarte. Es el sino de todos los creadores: recibir la gratitud…
—… y las maldiciones —continuó Gabriel, y miró hacia el teléfono.
Al atardecer se presentó un mensajero de la estación; dijo que los servicios ya estaban pagados y sólo quedaba por firmar el recibo. Luego introdujo cuatro cajas de cartón con frutas, un enorme racimo de bananas y con toda cautela depositó una cesta con huevos.
«Entonces, ¡es verdad!», pensó el escritor. «Anoche la mujer habló de frutas… También mencionó la cesta. Entonces, ¡todo esto viene de allá!»
Recordó su Macondo, y los confusos temores cobraron por primera vez la forma de una idea nítida y punzante, que antes le había molestado como un clavo en el zapato.
«En el libro he cerrado el círculo de la vida de Macondo. Al final de la novela, Aureliano Babilonia lee los pergaminos de Melquíades que contienen la historia de la familia Buendía con cien años de antelación. Empieza el huracán. En las últimas líneas de las predicciones se dice que “la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
»Y cerré el círculo. Pero la ciudad de los espejismos se convirtió de pronto en realidad. ¿Qué habrá ocurrido? Quizá Macondo no haya terminado todavía su recorrido… o tal vez no se cumplieron las predicciones. ¿Quizá Aureliano comprendió en qué terminaría el viento si leía el pergamino hasta el fin? La naturaleza me da a entender, de este modo, que la muerte del ente no es la salida. Pero, por otra parte, cualquier ciclo de la vida tiene su culminación. El Macondo de mi novela lo ha agotado todo; su resurgimiento es imposible. Tal vez se trate de otro Macondo.
»Decenas de interrogantes… Sin embargo, el principal es: ¿Para qué necesito todo esto? ¿Por qué he de derrochar el precioso tiempo en estos enredos del diablo, y desgarrarme el corazón con preguntas absurdas?»
Gabriel no pudo explicar a su esposa de un modo muy coherente para qué había encargado tanta fruta y huevos. Luego se encerró en el gabinete y trató de concentrarse en el último capítulo de un relato. Escribió unas frases, las tachó y dejó la pluma. Detuvo la mirada en los estantes, donde estaban apretados sus libros. Sus hijos habían acudido a él desde todos los países, en todas las lenguas. Recordó una de las innumerables cartas; la había recibido unos cinco años atrás de Francia, si no se equivocaba. El lector, luego de darle las gracias habituales, le hacía una pregunta que lo había dejado perplejo: “En la mayoría de los casos sus protagonistas son desdichados, y sus vidas terminan de un modo fatal —escribía el francés—. ¿No le parece que usted es un tanto cruel con ellos?”. Contestó al lector con una larga carta, haciendo de entrada la reserva de que no intentaba justificarse, y en dos hojas le demostró lo siguiente: al escritor le interesa la verdad de la vida; la que es cruel e injusta es la vida, y no el hombre que la ha descrito. Yo podría embellecer al protagonista, había escrito, porque amo a la gente. Pero no me atrevería a embellecer la vida, por muy buenas intenciones que tuviera. ¡Jamás! De lo contrario, una mentira arrastraría a otra, y la mentira se haría infinita, como la lluvia en Macondo.
—Te llaman por teléfono —interrumpió la esposa sus pensamientos; dio un salto tan brusco que se cayó de la silla de mimbre.
Gabriel no había oído nunca esa voz, pero algo hizo que la reconociera, y se estremeció: en su novela, precisamente Babilonia daba cima al ciclo de la vida en Macondo.
—Aureliano —dijo, temblándole la voz—. ¿Cómo vives? ―era todo oídos, pero preguntó con voz entrecortada—: ¿Qué te pasa? ¿Lloras?
—Aquí todo se viene abajo, padre —los sollozos quebraban la lejana voz de Aureliano—. Estoy al borde de la muerte. ¿Dónde encontrar la cadena que desencadene el corazón, padre?
—¿Está arremetiendo el viento? ¿Ya pasó el huracán? —Gabriel retuvo la respiración, esperando la respuesta.
—Todo se ha entremezclado, padre. Este verano ya hubo tres huracanes, que destruyeron la mitad de Macondo. Todos mis amigos se han marchado. Pero eso no es lo más terrible, padre… —la voz de Aureliano volvió a cortarse—. ¡Regresó Gastón!
—¿Cómo? —se pasmó el escritor—. ¡Pero si se había quedado en Bruselas!
—¡No! —gritó desesperado Aureliano—. Estuvo allí una semana y regresó… ¿Qué hacer ahora? No puedo vivir sin Amaranta Úrsula… ¡Tú lo sabes, padre! ¡Todo debía ser de otro modo! Mejor morir que vivir separados…
«La realidad del verdadero Macondo no es adecuada a la verdad del libro», pensó el escritor con amargura o con alivio, y preguntó:
—¿Y que hace Gastón?
—Azotó a Amaranta y amenazó que me perforaría las tripas. Está fuera de sí de ira. No sé dónde lo habrá olfateado… quizá haya leído tu libro; pero sabe que hemos vivido como marido y mujer.
—¿En qué puedo ayudarte, hijito? —la última palabra se le escapó sin querer, y Gabriel apretó fuerte el tubo del teléfono.
—No sé —Aureliano sollozó—. Que todo vuelva a ser como fue. Que sea como lo has ideado tú, porque tú eres nuestro padre común. ¡Haz algo!
—La vida es la vida, hijo mío —dijo el escritor, sintiendo cansancio y un mortal vacío en el pecho—. Es demasiado fuerte como para someterse al libro.
—Pero yo pereceré sin Amaranta. Nuevamente escucho a hurtadillas cómo hace el amor con Gastón, y chilla como una gata. Por las noches destrozo su camisón con los dientes; los recuerdos me paralizan el corazón.
—Es probable que el regreso de Gastón no cambie nada —dijo cautelosamente el escritor, meditando cómo podría modificarse el argumento ideado por él—. Si tienes un hijo…
—¡No, no! —se asustó Aureliano—. El amor me ha hecho perder la cabeza, y Dios sabe lo que te he dicho. No quiero que muera Amaranta, como en tu libro. Mejor, entonces, que viva con Gastón.
—Te has enredado en tus deseos, hijo —el corazón comenzó a dolerle por la emoción—. No puedo cambiar el curso de la vida. Es más fuerte que nosotros.
—Dame un consejo, padre —rogó Aureliano—. No emprendas nada, pero dime: ¿qué debo hacer en adelante?
—No lo sé —respondió quedamente el escritor—. Los consejos todavía no han hecho feliz a nadie, Aureliano. Ya no los podré ayudar a ninguno de ustedes, hijito. Recuerda bien esto y trasmíteselo a los demás. Han traspasado los límites del argumento, y yo no soy más su… padre. En la vida verdadera nada se me somete.
Depositó cuidadosamente el tubo sobre la horquilla y se acercó al botiquín, para tomarse un sedante.
—¿Qué ocurre que estás tan pálido? —advirtió su esposa durante la cena.
Gabriel asintió con gesto ausente. Su esposa dijo algo más. Volvió a asentir, sin acertar, pues estaba enfrascado en sus agobiantes pensamientos.
—No oyes lo que te dicen —le reprochó ella—. Hace media hora una mujer se metió en el jardín. Una mulata. Miraba por las ventanas y asustó a nuestro pequeño.
—Debías haberme llamado —se encogió de hombros y se puso a pelar pensativo una banana.
―El chico gritó, y ella se escapó —explicó su esposa—. Entonces es asunto acabado.
Sólo deseaba que terminara cuanto antes esa tarde sofocante, que auguraba tormenta; que la noche acostara en la cama a su familia y por fin pudiera estar solo. Debía reflexionar y sopesarlo todo. Lo tranquilizaba que el descubrimiento de Macondo no hubiera provocado demasiado alboroto. Claro, hubo que despachar a varios periodistas, pero la noticia del milagro no se había convertido en un hecho sensacional. Difícil juzgar porqué. Al parecer, tenía razón ese profesor: perdemos tanto y somos tan indiferentes, que el hallazgo de una villa diminuta —no importa que hubiese nacido de un modo fantástico e increíble, entre el humo y las llamas de una explosión de la imaginación humana— no había conmovido especialmente a nadie. Quizá hubiera otra explicación, quizá la gente comprendiera cuán penoso y difícil era eso para él y con su silencio y tacto quisiera decirle: este asunto solamente te atañe a ti, Gabriel, piensa…
Salió del jardín y se paseó hasta que se apagaron las luces en la casa. La lluvia lenta y templada coincidía perfectamente con su estado de ánimo. La lluvia le mojó los cabellos y le pegó la camisa al cuerpo. Hasta los cigarrillos se humedecieron, y Gabriel volvió a la casa para encender uno. Había dejado abierta la puerta del hall, pensando pararse después en el umbral para escuchar el murmullo de la lluvia, que calma más que cualquier remedio… Algo susurró a sus espaldas, ondeó en el aire: Gabriel miró hacia atrás.
En el umbral de la puerta vio a una mujer joven que lucía un floreado vestido de seda. Al parecer, también ella había vagado largo rato bajo la lluvia: los cabellos negros brillaban húmedos, el vestido, puesto sobre el cuerpo desnudo, se había adherido, mostrando todas las sinuosidades evidentes y ocultas. En el rostro y en los modales de la mujer se combinaban en forma sorprendente la pureza y la pericia en los secretos más atrevidos del amor.
«Decidieron que el teléfono no podía sustituir al trato vivo, y le enviaron al Padre a esta beldad descalza», pensó con amarga ironía.
—¿Eres tú quien ha estado esta tarde curioseando por las ventanas? —le preguntó, cayendo de pronto en la cuenta.
—Perdona —dijo la mujer; su voz prometía el paraíso—. No quise asustar a tu niño. Te buscaba a ti.
Hizo un leve movimiento con los pies, y los oscuros pezones de sus pechos, trasluciendo bajo la seda mojada, trepidaron amenazantes.
—A ti te han enviado… —comenzó a decir Gabriel, pero la inoportuna huésped lanzó una carcajada despectiva y lo interrumpió.
—¡Quisiera ver al insensato que se atreviera a darme alguna orden! Que le pregunten a los huesos de mi abuela en qué termina eso.
—¡Eréndira! ¡La cándida Eréndira! —exclamó el escritor.
Dio un paso hacia la mujer y la abrazó fuertemente, como a una hija que no había visto en muchos años. Eréndira lo cubrió de besos, y en cierto instante Gabriel comprendió, de improviso, que no había en ellos el menor indicio de los besos de una hija. En sus labios ansiosos y expertos sólo había pasión, nada más que pasión. Se desprendió torpemente del abrazo y retrocedió perplejo.
—Tu bolso… —dijo, señalándolo con los ojos—. Se ha caído…
Del bolso cayeron unos papeles, recortes de diarios y revistas. Eréndira se inclinó para recogerlos, pero su brusco movimiento los dispersó. Gabriel vio que eran retratos suyos, impresos en periódicos y revistas recientes y de hacia muchos años, ya amarillentos.
—¿Para qué los quieres? —se asombró.
Eréndira se estremeció como si la hubieran golpeado y alzó la mirada.
—Cándida fui en otros tiempos —dijo, sombría. Sus ojos restallaron—. Resalta irónico…
Se quedó cavilando en algo muy suyo y se sentó desalentada en el suelo, mientras sus ojos pescaban al vuelo el mínimo movimiento de Gabriel.
―Resulta absurdo —repitió, obstinada y como si se interrogara a sí misma—. Debería odiarte: me has dado un destino asqueroso y me has puesto por precio veinte centavos. En otros tiempos, en comparación conmigo todas las prostitutas del mundo eran santas. Yo he triunfado, huí llevándome el oro de la abuela… Y en lugar de odiarte con toda el alma y con todo mi oro, me estoy achicharrando en la hoguera de un amor sin sentido…
—¿Qué te ocurrió después? —preguntó Gabriel. Le parecía que le azotaban el corazón con ortiga.
—Pues tú debes saberlo —Eréndira se encogió de hombros—. Cuando Ulises acuchilló por quinta vez a esa desalmada, echamos a correr. Pero Ulises era débil; le dieron alcance a orillas del mar. Medio año más tarde murió en la cárcel… y yo me marché. Al cabo de cuatro años me fui a Macondo, y allí descosí el chaleco de la abuela con los lingotes de oro. Los años siguientes viví como la hierba. Tardé mucho en saber de ti. Después comenzó todo esto… —Eréndira señaló rendida los recortes—. En este amor no había más sentido que en mi vida nula.
Se incorporó de golpe, suave y ágilmente, como una fiera.
—Oye —susurró con ardor la mulata, rozándolo con el pecho—. Soy bella, y tú no eres un santo, yo lo sé. Oye, amado mío. Veinte centavos asignaste por mí, y yo por esta noche te doy todos los lingotes de oro. ¡Sácame de aquí!
—Has inventado esta pasión —sonrió Gabriel—. Todas las chiquillas se enamoran de los artistas y de los escritores. Luego se les pasa ese enamoramiento infantil, y se olvidan para siempre de sus ídolos.
—Soy mujer, mil veces mujer; tú lo sabes perfectamente —dijo furiosa Eréndira.
—Todavía eres una niña —objetó suavemente el escritor—. Has vivido primero la vida de una persona mayor, y ahora has retornado a la infancia. El hombre no puede morir sin haber sido niño.
—Pero yo te quiero —murmuró Eréndira—. He soñado contigo.
—No debe confundirse lo infantil y lo propio de los mayores —dijo Gabriel, recogiendo los retratos—. No todo se puede amar con la boca, las manos y el cuerpo. Hay que dejar algo para el alma. Es el amor que siempre nos falta. A ti, a mí, a todos. ¿Comprendes?
—Tu alma está ocupada —replicó Eréndira, enardecida—. Con el trabajo, con la familia, con los amigos.
—Allí se encontrará todavía un rinconcito —dijo, y se sintió aliviado. Contemplaba a la mulata con ternura y admiración—. Puedes no creerme, pero te he querido ya entonces, cuando por primera vez creaba tu imagen.
—Me tenías lástima, pero no me querías —Eréndira guardó los recortes en el bolso—. No es lo mismo.
Echó una mirada al pequeño reloj de oro, que colgaba como una gotita de la muñeca morena.
—Dentro de una hora y media parte el tren —dijo la mujer, y sacó un cigarrillo—. Hagamos de cuenta que, para comenzar, no estuvo del todo mal. Te he visto, y tú a mí. No me has echado ni ofendido, y me has prometido un rinconcito en el alma… —sonrió tristemente.
—Te llevaré a la estación —le propuso Gabriel.
La mujer negó con la cabeza y salió del hall. Su vestido estampado se diluyó de inmediato en la oscuridad, y sólo la llamita del cigarrillo flotó unos instantes en el jardín, como una luciérnaga. Luego también desapareció.
Las visitas se marcharon bien pasada la medianoche. De lo bebido ―y había bebido mucho―, sentía un ligero mareo. La esposa se había ido a su cuarto. Gabriel escanció la copa de vino y decidió llamar por teléfono a su amigo.
—¿No duermes? —preguntó, y se le quejó—. Mis protagonistas se han hecho la mar de insolentes. Llaman cada día, como si fuera senador de su departamento. ¿Qué ocurrirá con el mundo, si todo lo creado por la imaginación comienza a materializarse?
—Cálmate —dijo el amigo—. Durante mil años no ha ocurrido nada semejante, ni ocurrirá en adelante. Has tenido suerte y, para colmo, te quejas.
—¡Pero si no me dejan trabajar! —replicó Gabriel—. Este desbarajuste dura ya dos semanas; en este tiempo no he escrito una sola línea. ¿Qué piensas, Macondo es un premio o un castigo?
—Es como los hijos —suspiró el amigo—. Son nuestra dicha y también nuestra perdición. Vete a dormir, filósofo.
—Pues no —refunfuñó el escritor, colgando el tubo—. Se me ha ocurrido algo. ¡Les ayudaré! A ellos y, de paso, a mí…
Fue a la cocina. Recordando los cuentos de la abuela Tranquilina, que había escuchado entusiasmado de niño, arrancó una pluma de un viejo abanico y en los cajones de la cómoda encontró un paquete de nueces. Faltaba algo… ¡Ah, sí! La vela.
—Ahora haremos orden en el Universo —se rió, entregado a los preparativos para la brujería.
Encendió la vela y se hecho sobre el dedo varias gotitas de cera. Después colocó en el cenicero la cáscara de nuez y la pluma, les prendió fuego y comenzó a frotar rápidamente el dedo, repitiendo:
—¡Márchate cera, sepárate! ¡Disípate junto con las preocupaciones! Las mías y las de ellos… Que vivan como quieran —añadió, para más seguridad.
La pluma terminó de arder, lanzándole a la cara el olor del humo pestilente. De pronto, Gabriel se asustó. ¡Había algo que no debía haber dicho bien! Quizá no lo comprendieran debidamente… No podía ni quería desprenderse de las preocupaciones al precio de Macondo. ¡Que vivan! Cien, o mil años. Pero que lo incordien menos con sus problemas y angustias… Ahora había formulado bien su deseo. Incluso lanzó un gemido, creyendo, como en la infancia, que el conjuro se cumpliría de inmediato.
Acto seguido recordó otro cuento de la abuela Tranquilina. ¡Sí, sí! Decía que cuanto más se resista al dolor, más fuerte será el encantamiento.
—Salva a Macondo… —susurró Gabriel, dirigiéndose no se sabe a quién, y puso el dedo sobre la llama de la vela.
Un dolor intenso le hizo recuperar el sentido, pero no retiró la mano. Y cuando ya no podía resistir más, sonó el teléfono.
—¡Eres tú! —se alegró Gabriel de oír la lejana voz de Eréndira—. ¡Qué buena eres, que has llamado! ¿Cómo está Macondo? ¿Qué hay de nuevo? ¿José recubrió el tejado? ¡Magnifico! ¿De qué farmacia hablas? Ah, sí… ¿A la boda? Iré. Con toda la familia… Has hecho bien, pícara. ¿Y allá nuevamente llueve? Perdona, oigo mal… Sí, diles en el Hotel de Jacob que me reserven dos habitaciones… Qué flores son…
Perdió la sensación del tiempo, tratando de prolongar la conversación que ya no trataba de nada en especial, y alegrándose de que su criatura viviera y que, al parecer, incluso comenzara a resurgir, contrariamente al sentido común y al argumento de la novela.
La voz de Eréndira se perdió y reapareció.
—Comprendo, la lluvia —gritaba en el tubo, olvidándose de que podía despertar a la esposa—. Hola, hola… —en vano; el sonido se pierde en la ciénaga—… Cuéntame algo más.
La voz de Eréndira se cortó de pronto a mitad de la palabra. Gabriel gritaba y soplaba en el tubo, golpeaba los contactos del aparato, pero Eréndira no respondía.
Llamó a la central telefónica.
—¿Por qué han interrumpido la conversación? Si el abonado no tiene dinero, pase la suma a mi cuenta —exigió.
—¿Con quién hablaba? —preguntó la telefonista.
—¡Macondo! ¡Necesito hablar con Macondo!
—Con Macondo no hay comunicación —respondió una voz somnolienta.
FIN
Publicado en: Revista Cuasar nº 7 - Editorial Anteo.
Edición digital: Priapus.
Revisión: abur_chocolat.